Cuando Germano Celant hablaba de la proliferación del exhibicionismo y de la espectacularización del arte


Para conmemorar el fallecimiento de Germano Celant, ofrecemos un extracto de un ensayo que escribió en 1982, en el que hablaba de ciertas tendencias en las exposiciones de arte.

Para recordar la figura de Germano Celant, el crítico de arte fallecido el pasado 29 de abril en Milán, en lugar de recurrir al género del homenaje, hemos preferido volver a la larga bibliografía del “inventor” del Arte Povera para encontrar páginas que puedan seguir siendo de actualidad y proponerlas a nuestro público. Entre las muchas que pueden releerse, hemos elegido la introducción al ensayo Una máquina virtual. L’allestimento d’arte e i suoi archetipi moderni, publicado en 1982, en italiano, en el número IV de la revista Rassegna, y en inglés, el mismo año, en el catálogo de la séptima edición de Documenta. En este ensayo, Celant recorría la historia del diseño de exposiciones de arte, partiendo de principios del siglo XX y llegando hasta nuestros días. Al introducir su reconocimiento, el crítico genovés no escatimó en fotografiar un presente compuesto por una tendencia al “exhibicionismo” y un arte más interesado en aparentar que en abordar cuestiones sustanciales.

Germano Celant
Germano Celant

En el espacio de una década, el arte y la arquitectura se han transformado de productores de ilusiones en receptáculos de ilusiones. Han preferido el placer de ser admirados y retratados a la creación de sujetos de contemplación y representación. El papel se ha invertido, en lugar de permitir que los espacios y las imágenes sean vistos y percibidos, y por tanto sean instrumentos de mediación hacia lo real, el arte y la arquitectura se dejan “ver”. Concentran cada mirada en su propia apariencia y superficialidad y se traducen en el espectáculo de una existencia cultural, cuya realidad se despliega no tanto en lo concreto como en lo “teatral”, para hacerse idénticas a telones de fondo y fachadas.

Ya no trabajan en la detección de engaños visuales y ambientales, sino que se han convertido en obras de engaño, donde lo irreal y lo representado ocupan el lugar del modo de ser sustancial. Y puesto que la elección tiende a la inactividad, podría decirse que el arte y la arquitectura se proponen como “ready-made”: operaciones lingüísticas “ya hechas”, cuya única justificación para existir reside en la simple presencia y no en la compleja deconstrucción y discusión de sus propios lenguajes. El proceso en curso es, por tanto, de autosugestión: rebobinamos en nosotros mismos con la justificación de un análisis del pasado y del flujo histórico. Por el contrario, la situación es la de declararse “exterior” a uno mismo, héroes absolutos de un proceder que (como todo comportamiento narcisista) muere de ilusión y se glorifica en la ilusión de reflejarse a sí mismo, al menos en la Idea.

Pero todos sabemos que el pensamiento sólo puede salvarse en la práctica, y como la única que queda, en esta condición histórica, es la de la exaltación de lo que no existe, el sistema del arte y de la arquitectura ha inventado la huida hacia el territorio ideal, donde los lenguajes viven una condición ilusoria, basada en los truenos y las revelaciones de una cultura por venir.

Estamos en medio de un camino ceremonial: aquí cuentan el disfraz y el poder de la imagen, fuentes de una figuración futura, casi de otro mundo. El recuerdo del idealismo, del ascendiente nostálgico, no está lejos, y es aquí donde cobra fuerza el aparato efímero del espectáculo. Éste mantiene viva y sostiene la idea de una identidad operativa y de una catalogación de la totalidad de los procesos, que, sin embargo, han desaparecido. Lo que se produce entonces es una sucesión de “vedettes” que estimulan el deseo pero no satisfacen las necesidades. De hecho, sólo se bastan a sí mismas, ya que el placer proviene de ser reconocido, es decir, de ser exhibido.

A través de la exposición, el fenómeno de la apariencia construye un territorio real, toma la palabra para asumir o afirmar como ya acabada cualquier emisión concreta. La superficie dibujada o pintada, el proyecto esbozado y la maqueta ocupan el lugar de la construcción, casi como si el esbozo de una acuarela o de un grafito o de un contrachapado prevaleciera sobre la realización. Este procedimiento, cuya elefantiasis ha estallado en la última década, se ha asumido con la coartada de la negación creativa e improductiva de la arquitectura. Ahora bien, el arte y la arquitectura siempre se han exaltado en la negación, pero ésta era de orden problemático, podía corresponder a una crisis de la función pública o personal de la arquitectura, pero no era un vehículo para el espectáculo y el consumismo. La proliferación del “espectáculo” por parte de las instituciones públicas tiende de hecho a afirmar la apariencia del hacer, por lo que la negación de la acción artística y arquitectónica resulta ser favorable a una práctica que vive de la “manifestación”, de un proceso que no tiene fin ni propósito, salvo él mismo.

La actual economía de la cultura vive de este sistema, en el que el principal producto es mostrar y mostrarse. Con el predominio de la exhibición sobre la actividad, el arte y la arquitectura se formulan según las exigencias espectaculares, a menudo temáticas, de museos, galerías, editoriales y revistas, bienales y trienales. La práctica deja paso a una construcción de imágenes y proyectos, cuya razón de ser es demostrar la existencia del arte y la arquitectura como pensamientos que han perdido su función agente.

Los aparatos públicos demuestran que los lenguajes existen, pero los empujan cada vez más a expresarse en forma de comunicación escrita y dibujada, pintada y modelada. De modo que se ven, pero no manifiestan otro efecto que el de mostrarse. Su ocupación es, por tanto, existir como bienes culturales que se consumen en la superficie: en la pared, en la página y en la pantalla.

La acción también va acompañada de un divismo cultural, que ve en la ceremonia de exposición el valor social, donde todo se suspende en espera de la aclamación. El resultado es una búsqueda de la perfección en el maquillaje y el maquillaje, donde la máscara domina sobre la experiencia vivida. Es el principio de la fachada, donde la articulación estructural es sustituida por una imagen que existe por encima y al mismo tiempo se da a conocer como la única realidad. Esta evolución, que somete al actor al telón de fondo, transfiere todo el valor de la investigación al método de su espectacularización. Si la formulación de intenciones se convierte en esencial, la verdadera fuerza pasa a ser la técnica expositiva. Ahora bien, si el contenido reside en la forma de la exposición y la demostración se confía a la manera de mostrarlo, la pretensión de originalidad se convierte en la máquina visual de la exposición.

Calculada como un “servicio”, con y sobre el que construir una serie de paradigmas que configuran la lectura de la obra, la exposición con sus diferentes filosofías de mostrar se asume como un “texto”, un lugar lingüístico en el que el arte y la arquitectura ocupan un papel real en la vida social. Evidentemente, las condiciones de creación de la exposición no son en absoluto idénticas ni al arte ni a la arquitectura, viven de ambos, ya que el método expositivo debe, mediante la organización del espacio y la composición de los materiales visuales, proporcionar un espectáculo “plástico”. Sin embargo, la articulación del diseño expositivo, el elemento motor de la exposición, difiere, de modo que representa en sí misma una forma de obra moderna, en la que el texto (espacial y visual) desempeña un papel importante. Si esto es cierto, parece llegado el momento de considerarlo desde una perspectiva tanto científica como histórica. Sin embargo, el interés por su aplicación no lleva a imponerla como única definición, sino más bien a reconocerla como un campo de comunicación y a concretarla en forma de “disciplina del espectáculo”.


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