Como las Flores de Andy Warhol. La ligereza frente a lo efímero


La Peggy Guggenheim Collection alberga una obra maestra de Andy Warhol, una versión de sus "Flores", que en su aparente sencillez dice mucho sobre el arte del gran artista estadounidense. Y es también una advertencia, una especie de memento mori.

Vivimos en un mundo de fronteras porosas e inestables, en el que todo parece escapársenos ruinosamente de las manos en nombre de un destino que no se puede controlar del todo. Todo se resquebraja y, a veces inexorablemente, hace añicos toda certeza de nuestros esquemas cognitivos y nos vemos privados de esa acogedora convicción en la que todo se inscribe dentro de unos límites claros, en la que nadie queda rezagado y encerrado en su propia soledad. Por eso tendemos, muy a menudo, a caminar por las enmarañadas redes de la vida sintiéndonos solos en nuestra extraña singularidad, como si no hubiera espacio para algunos. El mundo en que vivimos corre deprisa y parece no tener tiempo para los últimos, para los que llegan más tarde y no cumplen de inmediato las normas de la sociedad.

Las obras de Andy Warhol hablan precisamente de esto. Hablan al espectador de un empuje constante hacia algo rápido, inmediato. Nos recuerdan, a gritos, que pertenecemos a la sociedad del consumo, de todo lo inmediato, del conformismo y de la profunda soledad. Sería tan anacrónico como incauto querer trazar un perfil psicológico póstumo de un artista en estos espacios, pero a menudo el arte y sus protagonistas pueden ser muy útiles para arrojar luz sobre un futuro incierto y pueden ayudar a trazar geografías tenues partiendo precisamente del pasado. Y esto es también lo que intenta decirnos una obra de arte en serie como Flowers (Flores), de Andy Warhol, de 1964.

En 1962, el artista comenzó a experimentar con una nueva técnica que supondría el punto de inflexión de su producción y, por tanto, de su carrera. Inventó un nuevo sistema de impresión, denominado fotoserigrafía, obtenido a partir de una fotografía en blanco y negro y el uso de tintas o colores y su posterior duplicación sobre lienzo. “En agosto del 62”, cuenta Warhol, “empecé a hacer serigrafías. El método del molde de goma que había estado utilizando hasta entonces para repetir imágenes me pareció de repente demasiado casero; quería algo más contundente que diera la idea de una cadena de montaje. En la serigrafía, se toma una fotografía, se amplía, se transfiere a la seda protegiéndola con cola y luego se entinta, de modo que la tinta se filtra a través de la seda pero no de la cola. De este modo se obtiene la misma imagen cada vez ligeramente diferente”. Comenzó a aplicar esta técnica convirtiendo imágenes de estrellas y objetos de consumo en obras de arte, y obras de arte en objetos de consumo elevados a la categoría de estrellas.

Andy Warhol, Fiori (Flores) (1964; acrílico y tinta serigráfica sobre lienzo, 61 x 61 cm; Venecia, Colección Peggy Guggenheim, Colección Hannelore B. y Rudolph B. Schulhof)
Andy Warhol, Fiori ( Flores) (1964; acrílico y tinta serigráfica sobre lienzo, 61 x 61 cm; Venecia, Colección Peggy Guggenheim, Colección Hannelore B. y Rudolph B. Schulhof)

Flores de 1964 es una pintura en acrílico y tinta serigráfica sobre lienzo para la que el artista partió de una fotografía en color de flores de hibisco tomada por Patricia Caulfield y publicada en la revista Modern Photography en junio de 1964. Warhol adapta la imagen, la recorta y la distorsiona, transformándola y haciéndola puramente gráfica. Repitió la misma fotografía una y otra vez, hablando de un mundo consumista y apresurado, elevando la repetición obsesiva a arte. Sus experimentos apuntaban a la serialidad, a la producción rápida que persigue un ritmo frenético y ajustado, el mismo ritmo que Nueva York pretendía seguir con su sociedad de consumo y su inquieto y constante impulso hacia el futuro. Y así, el artista se apropia deimágenes sencillas, directas y, en cierto modo, extremadamente didácticas, y sobre todo sin ningún toque personal salvo el azar que contribuye a su creación.

Las obras de Warhol nunca serán las mismas precisamente porque en la impresión intervienen diferentes factores externos imprevistos, todas esas manchas propias de la existencia se plasman en el lienzo. Y así, gracias al exceso o a la falta de tinta, al color siempre cambiante, al lienzo más o menos estirado, a la presión fuerte o excesivamente ligera, estos pequeños imprevistos crean obras nuevas y siempre diferentes.

El lienzo de 1964 representa cuatro flores blancas, símbolo de pureza y fragilidad, que destacan sobre un fondo oscuro con violentas briznas de hierba de un verde muy ácido. La obra, perteneciente a la colección Schulhof, se encuentra en la planta baja de la Colección Peggy Guggenheim de Venecia, sobre una pared blanca. La Sra. Hannelore B. Schulhof, que vivió en Alemania hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, fue una gran amante del arte junto con su marido, Rudolph B. Schulhof, con quien se casó en Bruselas, hasta que decidieron trasladarse a Estados Unidos, donde iniciaron su actividad como coleccionistas.

Hannelore y Rudolph Schulhof compartían la convicción de Peggy Guggenheim de que debían coleccionar el mayor número posible de obras de la época en la que les tocó vivir, por lo que formaron una delicadísima colección de arte europeo y americano posterior a la Segunda Guerra Mundial. Fue por este respeto mutuo que la pareja decidió donar su colección al mundialmente famoso museo de Venecia a su muerte. Una donación que consta de 83 obras de Warhol a Anish Kapoor, pasando por Dubuffet. La Solomon R. Guggenheim Foundation es, pues, un conjunto de colecciones cuyas obras reflejan la sensibilidad de cada uno de sus coleccionistas. Cada uno con su propia historia y sus locos amores artísticos.

Patricia Caulfield, Flores de hibisco (1964; fotografía)
Patricia Caulfield, Flores de hibisco (1964; fotografía)
Andy Warhol, Flowers (1964; edición litográfica de 300 copias, 55,8 x 55,7 cm; Nueva York, MoMA)
Andy Warhol, Flores (1964; litografía, edición de 300, 55,8 x 55,7 cm; Nueva York, MoMA)
Andy Warhol, Flores (1964; acrílico y tinta serigráfica sobre lienzo, 61 x 61 cm; Chicago, Art Institute)
Andy Warhol, Flowers (1964; acrílico y tinta serigráfica sobre lienzo, 61 x 61 cm; Chicago, Art Institute)

Las primeras Flores fueron creadas por el artista en 1964 en Nueva York, durante una exposición en la galería de Leo Castelli. Todo el espacio expositivo estaba inundado de flores de colores y un jardín de lienzos y grabados llenaba todas las salas. La repetición obsesiva fue un éxito y todas las obras se vendieron. Era una imagen aparentemente más sencilla e inocua que las anteriores, como la sopa Campbell, pero encerraba otro significado. La obra era una denuncia, una advertencia contra todo lo efímero y fugaz. Una flor blanca, símbolo de fragilidad por excelencia, se convierte en eterna gracias al genio del chico de Pittsburgh. Quizá sea ésta, como casi toda su poética, una alusión a la molesta relación entre la vida y la muerte.

De hecho, el artista tuvo una infancia marcada por enfermedades que condicionaron su normal desarrollo físico: escarlatina a los ocho años, luego fiebre reumática que evolucionó hacia un trastorno del sistema nervioso central y los consiguientes temblores en las manos con incapacidad para escribir en la pizarra. El crítico de arte Maurizio Fagiolo dell’Arco escribió sobre este excéntrico artista: “La obra de Warhol es un descenso a los infiernos que dura una eternidad. Viene a decirnos: olvida todos los significados que en la estratificación del tiempo se han atribuido a la existencia del hombre sobre la tierra. Viene a decirnos: haz tabula rasa. [...] No nos ofrece soluciones, ni siquiera nos da el hilo de Ariadna para salir del laberinto. Porque allí su tarea está terminada. La bomba atómica explota ante sus ojos una dos tres cuatro treinta veces; el hombre se suicida una dos tres seis veces... ”.

Warhol es uno de los marginados, de los inadaptados, de los que quisieran encontrar un espacio en el mundo por el que son constantemente devorados, despedazados y escupidos sin posibilidad de salvación. La muerte está en el centro de su poética y de su visión del mundo. Su obra es un memento mori colosal y teatral, no poetizado, sino crudo y real. Su muerte pide ser vista simplemente como lo que es, el final de una historia. El artista americano no necesita representar el dolor expuesto y dramatizado, a veces basta con cuatro flores, y para eliminar la sangre y la carne Warhol utiliza precisamente el proceso mecánico. Warhol lo observa todo, lo asimila todo porque todo puede ser mera superficie, todo puede ser arte. Se debate entre dos partes de su personalidad: una más frágil y otra irrefrenablemente impaciente por hacerse famoso. Al hacerlo, muere y renace varias veces, se convierte en un transformista camaleónico que se adapta al cambio para enmascarar sus inseguridades. Su fuerza es el dibujo, su imprevisibilidad la impresión y su singularidad la propia no autenticidad de sus obras.

Andy Warhol, Campbell's Soup Cans (1962; acrílico y esmalte sobre lienzo, 32 paneles, 50,8 x 40,6 cm c/u; Nueva York, MoMA)
Andy Warhol, Campbell’s Soup Cans (1962; acrílico y esmalte sobre lienzo, 32 paneles, 50,8 x 40,6 cm cada uno; Nueva York, MoMA)
Exposición floral de Andy Warhol en la galería de Leo Castelli en 1964
Exposición Flowers de Andy Warhol en la galería Leo Castelli en 1964
Exposición de las Flores de Andy Warhol en la Galería Eykyn y Maclean en 2012
Exposición Flores de Andy Warhol en la galería Eykyn y Maclean en 2012

Leyendo las páginas de la vida de Andy comprendemos, más que nunca, que somos seres sociales y que esta socialidad profundamente interiorizada se alimenta de nuestras vidas y experiencias más mundanas. Nos despertamos y nos vemos envueltos en un continuo ajetreo de relaciones, cosas, lugares, intercambios olvidables y, como explica el psicoanalista Vittorio Lingiardi, todo ello contribuye al “pasaje físico y mental que forma parte de nuestra historia tal y como se ha realizado hasta ahora y que inconscientemente nos da un sentido de identidad y pertenencia”. De adolescente, a Warhol no le interesaban los grupos de chicos triunfadores, no le interesaba caer bien a cualquier precio, sino ser popular y encajar fácilmente en el grupo de los “diferentes”.

Marcel Proust escribió en el tercer volumen de En busca del tiempo perdido: “Todo lo que tenemos de grande nos viene de los nerviosos: son ellos, y no otros, quienes fundaron religiones y crearon obras maestras. Nunca sabrá el mundo cuánto les debe, y sobre todo cuánto han sufrido para producirlo. Disfrutamos de música delicada, de cuadros hermosos, de mil manjares; pero no sabemos cuánto han costado, a sus creadores, de insomnios, epilepsias; y ese terror a la muerte que es lo peor y que usted puede conocer, señora”. Andy Warhol pertenecía a esa gente nerviosa que siempre era demasiado, pero nunca suficiente. Estaba tan sumido en el miedo a hablar en público que acabó memorizando un guión y repitiéndolo, como hacía con su arte. Era un hombre frágil, aislado, inseguro, vulnerable, pero sabía adónde quería ir y cómo llegar.

Había comprendido, como sólo puede hacerlo un artista, que la vida es una ilusión efímera y que la pérdida de identidad en un mundo en el que cada individuo tiene que correr más que los demás para ser alguien es el verdadero miedo que atenaza a este mundo. Comprendió que cada uno de nosotros lleva a cabo su propia y muy personal ficción del yo. Y quizá precisamente por eso dijo para su epitafio: “Siempre he pensado que me gustaría tener una tumba sin nada, sin epitafio, sin nombre. En realidad no, me gustaría que escribieran en ella: ficción”.


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