Este hermoso cuadro de la Pinacoteca Ambrosiana (fig. 1) formaba parte de la colección del cardenal Federico Borromeo y se describe por primera vez en un acta notarial de 1607: “Un cuadro de un brazo de largo y tres cuartos de pulgada de alto, donde sobre un fondo blanco está pintada una cesta de fruta, parte en ramas con sus hojas, y parte sobresaliendo de ellas/entre éstas hay dos racimos de uvas, uno blanco y el otro negro, higos, manzanas y otros de la mano de Michele/Agnolo da Caravaggio”. El cardenal Borromeo llegó a Roma en abril de 1597 y permaneció allí hasta el otoño de 1601. Al principio se alojó en el palacio Giustiniani, pero más tarde encontró alojamiento en la plaza Navona. El cardenal tuvo la oportunidad de conocer personalmente a Caravaggio, cuyo carácter y costumbres describe en su De delectu ingeniorum: “En mis días, conocí en Roma a un pintor de costumbres mugrientas, que vestía siempre harapos y ropas mugrientas, y vivía continuamente entre los criados de las cocinas de los señores de la corte. Este pintor nunca hacía otra cosa que fuese buena en su arte, excepto retratar a los taberneros, y a los jugadores, o a las fajadoras que vigilan la mano, o a los barones, y a los fachini, y a los desgraciados, que dormían de noche en las plazas; y era el hombre más feliz del mundo cuando había pintado una hostería, y allí dentro a los que comían y bebían. Esto procedía de sus costumbres, que eran semejantes a sus obras”.
Aparentemente, Borromeo no tenía, pues, una buena opinión del pintor ni de su manera de tratar a sus sujetos, a los que calificaba de “sozzi” como lo eran sus “trajes”. Sin embargo, sabemos que el tema de lasnaturalezas muertas era muy apreciado por el cardenal, como lo demuestra su amor por los cuadros de Jan Bruegel, de los que era un ferviente coleccionista: la Fiscella parece, pues, una obra perfectamente adaptada a sus gustos, y creada por este motivo. El cuadro debió de ser realizado entre abril de 1597, fecha de la llegada de Borromeo a Roma, y 1599, año en el que Borromeo redactó su testamento, cuyo contenido se incluyó posteriormente en el acta notarial de 1607 que acabamos de leer. Dado que en esa época el pintor trabajaba al servicio del cardenal del Monte, la hipótesis más probable es que fuera el propio Del Monte quien lo mandó realizar expresamente según los gustos de Borromeo y luego se lo regaló: un tipo de delicadeza que el cardenal mostró hacia sus otros amigos en varias ocasiones, como ocurrió por ejemplo en el caso de la Medusa. Hay que añadir que los regalos de cuadros entre los dos card enales son un hecho constatado, como se desprende de su correspondencia de 1596: al fin y al cabo, los dos se conocían muy bien, ya que Del Monte era el sucesor del milanés como protector de laAccademia di San Luca, y también era devoto del tío de Borromeo, San Carlos, en cuyo honor hizo construir en 1616 una iglesia en Cave (Roma), que aún hoy está dedicada a él.
A favor de la hipótesis de que fue un regalo del cardenal está el hecho de que cuando Borromeo intentó encargar un cuadro al propio Caravaggio, se encontró con una negativa rotunda, como se desprende de las memorias de su secretario Giovan Maria Vercelloni. Vercelloni relata cómo Federico había pedido a Merisi que le pintara un cuadro de la Virgen con manto estrellado, cosa que el pintor no quiso hacer. Al final, tras varias y repetidas insistencias del cardenal, el pintor, según escribe Vercelloni, le dio esta respuesta: “si quieres ver a la Virgen estrellada, vete al Paraíso”. El cardenal se calló... y recurrió a otro pintor". Al final, por tanto, no sólo Borromeo no tenía una gran opinión de las costumbres y temas preferidos por el pintor, sino que la cosa era mutua, de hecho incluso Caravaggio no tenía mucho interés en el cardenal. Volviendo ahora al contenido del cuadro, algunas de las frutas de la cesta (higos, uvas, granadas, membrillos) son de temporada típicamente otoñal, y junto a ellas aparecen otras frutas que se caracterizan por un periodo de maduración más largo, pero las que aquí se representan son variedades tardías (como el Además, hay varias peras amarillas y rojas de forma achatada, como la nobile, o la angelica, o la monteleone, todas ellas también de maduración tardía, mientras que la especie de manzana que más se parece a las manzanas amarillas con vetas rojas aquí representadas parece ser la annurca, también otoñal. Así pues, la cesta parece tener cierto carácter otoñal. Por otra parte, si la intención del pintor era dotar al cuadro de un valor alegórico, habría que relacionarlo con el valor positivo de la fruta otoñal descrita en el libro de Bovarini: un símbolo decididamente importante para la Accademia degli Insensati al que se puede unir el valor simbólico igualmente relevante de la jarra de agua que contiene las flores, un tema también realizado por Caravaggio. Llegados a este punto, es necesario reflexionar sobre el hecho de que La jarra con flores y el Cesto de frutas otoñales son las dos imágenes simbólicas más frecuentes en las primeras obras de Caravaggio. De hecho, pueden verse en el Muchacho con jarrón de rosas, el Muchacho mordido por un lagarto verde, el Tocador de laúd, Baco en los Uffizi y, por último, el Muchacho con cesta de fruta, y además son los dos únicos temas pintados por Caravaggio como naturalezas muertas autónomas. Hay que señalar, sin embargo, que Borromeo cometió un error al calificar la Fiscella de “cesta de flores”(Musaeum: ex qua flores micant): si había, pues, una intención de expresar conceptos simbólicos con este cuadro, evidentemente no le interesaba, o no era consciente de ello. Sin embargo, lo que sí podemos afirmar con certeza es que Borromeo apreciaba mucho la belleza de la obra, razón por la cual (como escribe en el Musaeum) intentó obtener sin éxito un colgante del pintor, por lo que el prelado apreciaba la habilidad técnica de Caravaggio pero no sus trajes, que calificaba de “sozzi”.
La Fiscella, desde el punto de vista pictórico, reviste una importancia fundamental, ya que contiene elementos muy significativos y verdaderamente innovadores con respecto a las obras anteriores; aquí Caravaggio comienza a concebir y experimentar nuevas ideas relacionadas con la representación del espacio. En sus primeras obras, las figuras solían situarse en una dimensión clara, un espacio simplificado de corte estrecho y restringido; normalmente se colocan delante de una pared sobre la que se proyecta un haz de luz: esto permite al observador percibir tanto su volumetría como la del lugar en el que están situadas, y su existencia en un espacio existente y realista es perfectamente perceptible. En el caso de sus primeros cuadros, Caravaggio utiliza dos herramientas fundamentales para dar la percepción de tridimensionalidad: en primer lugar, como es lógico, utiliza la perspectiva lineal con la que construye las figuras y los objetos, lo que nos da la sensación de su concreción física; en segundo lugar, se sirve de la iluminación que incide sobre las figuras y el entorno en el que se sitúan, y la diferente manera en que la luz se posa sobre las formas crea discontinuidad, esa discontinuidad luminosa que es esencial para que percibamos exactamente su tridimensionalidad y su posición en el espacio; por ejemplo, los objetos más cercanos aparecen más brillantes, o en el caso de un objeto situado en su totalidad a la misma distancia, como puede ser el caso de una pared de fondo, la progresividad de la digradación de la luz nos da la percepción no sólo de la posición de la fuente luminosa, sino también del realismo de la pared. En efecto, cualquier objeto está sometido al juego de luces y sombras, cuya intensidad varía en función de su posición con respecto a la fuente luminosa.
En la Fiscella, Caravaggio empieza a profundizar en estos aspectos, la perspectiva y la luz, y comienza así a hacer un uso experimental del papel que estos dos elementos desempeñan en la percepción del espacio por parte del observador. En el caso de este cuadro, les restablece consciente y totalmente su función en lo que respecta a la descripción del lugar donde está colocada la fiscella; Caravaggio les quita en este caso todo valor, creando así un espacio completamente artificial desde el punto de vista perceptivo. En efecto, la Canestra descansa sobre un plano sin líneas de perspectiva que describan su profundidad: De hecho, sólo es una línea bidimensional, como si este plano estuviera colocado en una posición absolutamente perpendicular al punto de vista del observador, de modo que la mesa o la estantería sobre la que se apoya carece de la perspectiva lineal capaz de hacer intuitivamente mensurable la superficie sobre la que se apoya; de este modo, el espacio ya no es intuible ni siquiera mensurable por el observador. A esto se añade el hecho de que Caravaggio elimina deliberadamente cualquier digradación de la luz en el espacio que rodea la fiscella: de hecho, detrás de la canestra pinta una pared hecha únicamente de un amarillo completamente uniforme, sobre la que no se ve ninguna sombra, algo que debe ser intencionado ya que Caravaggio nunca omite incluir la sombra en sus otras obras.
Detrás, pinta deliberadamente un campo indiferenciado desprovisto de toda variación luminosa, algo que, bien mirado, resulta imposible, o antinatural, como observa muy bien Luigi Moretti: “La cesta de fruta tiene una realidad centralizada sobre un fondo casi vacío, intencionadamente monótono, casi desprovisto de existencia formal y autónoma”. Por lo tanto, estas dos elecciones singulares(la ausencia de perspectiva lineal y la ausencia de diversificación luminosa de la pared del fondo), que combinadas impiden la percepción del espacio por parte del espectador, no pueden ser fruto del azar, ya que ambas condiciones son, de hecho,completamente antinaturales; por lo tanto, deben ser necesariamente el resultado de un plan muy preciso. Sobre todo si se tiene en cuenta que en el mismo cuadro sucede lo contrario: en efecto, la Canestra y sus frutos están dotados tanto de la construcción de la perspectiva como de la diversificación de la luz, que sirven para darles tridimensionalidad; a estas dos cualidades se añade su perfecta verosimilitud, que sirve para hacerlos percibir como absolutamente tangibles y reales. Además, la canestra sobresale de la mesa hacia el espectador: lo vemos por la sombra que proyecta sobre ella y esto no hace sino aumentar aún más la percepción de su relieve.
Así pues, llegamos a la conclusión de que Caravaggio quiso que la canestra y el espacio que la rodea se captaran como dos elementos completamente distintos, es decir, que la altura del realismo se contrapone a un espacio completamente inverosímil. Nos encontramos, pues, en una situación en la que el espacio del segundo piso queda anulado y, al mismo tiempo, el espacio que se representa en el cuadro es deliberadamente sólo el del primer plano, que se proyecta hacia el observador. La canestra, por tanto, sólo quiere situarse en diálogo y continuidad con el espacio en el que existe el observador, y es allí donde quiere existir, como también sucede en el caso de la Medusa: por este motivo Caravaggio la ha privado artificialmente de un espacio posterior. Esta construcción particular representa una línea de investigación muy importante en el arte de Caravaggio que tendrá un desarrollo muy fructífero, cuyo incipit ya hemos podido apreciar a través del espacio ilusorio en el que se sitúa la Medusa. Como bien adivinó Moir, la Fiscella representa un grado más y más complejo de avance en este nivel. La modalidad elegida para representar la cesta y la fruta obedece a leyes y propósitos completamente diferentes y, de hecho, opuestos a los que rigen el espacio en el que se ha decidido situarlas, que, en cambio, está completamente desprovisto tanto de perspectiva como de variabilidad luminosa. Esta condición aísla la cesta del entorno aséptico y artificial en el que ha sido colocada, y el resultado de ello es que el ojo, en última instancia, sólo se centra en la cesta y en su maravilloso realismo. En la Fiscella, se percibe así la incomensurabilidad entre el realismo tridimensional y táctil del bodegón y la falta de dimensionalidad del resto del cuadro. Esta experimentación innovadora en cuanto a la forma de entender y ambientar el espacio y la luz hace de esta obra una verdadera piedra angular del arte del pintor en su avance hacia nuevas direcciones; es un primer punto sólido de llegada de sus investigaciones, el fruto tangible de su reflexión y también la base desde la que iniciar desarrollos posteriores en esta dirección.
Desde el punto de vista iconográfico, se han propuesto varios modelos romano-clásicos plausibles como posibles precursores del bodegón de Caravaggio. En cambio, yo me inclinaría por asemejarlo a los peculiares temas de los pintores lombardos que, en una época algo anterior, empezaban a prestar atención al género del bodegón como tema por derecho propio, como en el caso del frutero de Arcimboldi, las obras de Figino o Vincenzo Campi, que en una de sus composiciones representa una cesta con una trama exactamente igual a la de Caravaggio (fig. 2). También sabemos por diversas fuentes que el pintor cremonés realizó bodegones individuales con cestas de flores y frutas, pero desgraciadamente se han perdido, lo que nos impide hacer más comparaciones.
La Santa Catalina de Alejandría (fig. 3) es otro cuadro pintado con toda seguridad para el cardenal Del Monte y el de mayor tamaño que Caravaggio había pintado hasta entonces. Con unas medidas de 173 por 133 centímetros, la figura de la santa, si se mantuviera erguida, sería muy alta y sus proporciones serían superiores a las naturales. Por estas razones, esta obra debe considerarse pariente de las grandes figuras de los lienzos de la Capilla Contarelli, con los que debe relacionarse y quizá ejecutarse en la misma época, ya que fue precisamente en la ejecución de los lienzos Contarelli cuando Caravaggio comenzó no sólo a aumentar la escala de sus figuras, sino también a utilizar la negrura de la oscuridad, como ocurre también en este cuadro.
Al abordar una obra de este tamaño, surgió una nueva necesidad para el pintor, la de la representación de un espacio grande y amplio en el que insertar la figura, un problema que hasta entonces había evitado de alguna manera, mientras que era necesario, en el caso de una figura de este tamaño, abordarlo y resolverlo, por lo que en primer lugar era necesario pensar en la forma de este espacio y, en segundo lugar, construirlo e identificar qué medios eran los más adecuados para hacerlo perceptible al observador. Por ello, el camino que el pintor ha recorrido hasta ahora en el estudio de la representación espacial da un paso más en este cuadro. Si el espacio detrás de la Fiscella está constituido por un muro monótono que niega abiertamente la posibilidad de su realismo, en el cuadro de Santa Catalina éste es sustituido por un profundo color negro. En este caso, es la oscuridad la que juega el mismo papel que el monótono amarillo de la pared en la Fiscella, es decir, la oscuridad sirve para anular la importancia del espacio detrás de la santa con el fin de que el espectador se concentre únicamente en la realidad tangible de Catalina, lo que se consigue mediante una intensa iluminación que la hace resaltar sobre la oscuridad, y realza las características de su realismo, de esta forma la figura consigue aparecer ante el espectador tal y como si fuera de carne y hueso frente a él. En cuanto a la concepción del espacio, por otra parte, la perspectiva de la que está dotada la rueda parece haber sido modelada precisamente para hacer claro y perceptible únicamente el volumen dimensional que se encuentra frente a la Santa; la rueda sirve para delimitar la quinta perspectiva correcta que parte de Catalina y se proyecta fiel al observador: Sólo más tarde fue modificada y rota para que su parte superior diera la impresión de proyectarse hacia el espectador. Las líneas de perspectiva que delimitan el perímetro del cojín sobre el que se apoya la santa avanzan también sobre el suelo, delimitando el plano inferior sobre el que descansa la figura femenina: de este modo, la rueda y el cojín avanzan juntos, proyectándose hacia el espacio del observador (estos dos elementos son las herramientas utilizadas por el pintor para crear una perspectiva proyectante). Bien mirado, la oscuridad ya había sido empleada por Caravaggio en El Baco enfermo, pero en aquel caso su uso se debía a la perspectiva cercana de la figura y al encuadre restringido. Además, el espacio de la mesa delante de la figura es mínimo: se trata de un modo frecuente en la pintura de retrato de la época, pensemos por ejemplo en Scipione Pulzone, Antonis Mor o incluso Jacopo Zucchi. En cambio, en el caso del santo, la relación entre la oscuridad y la luz se utiliza con una clara intención de perspectiva para organizar racionalmente el entorno, convirtiéndose así en la herramienta que el pintor utiliza para gestionar y homogeneizar un gran espacio. El primer instrumento utilizado por Caravaggio en sus investigaciones sobre la percepción del espacio fue un muro monótono de color amarillo, pero éste tenía el defecto de ser poco realista y, por tanto, a la larga inservible para un pintor como él que se había fijado como objetivo la verosimilitud absoluta. Por el contrario, el espacio negro de la sombra es perfectamente realista y, por tanto, éste puede ser finalmente el medio creíble e ideal para manipular mediante el juego de luces y sombras la percepción del espectador y alcanzar el objetivo deseado: hacer que la imagen sea perfectamente inmanente para el espectador, como si estuviera aquí y ahora frente a él. La astuta utilización de la oscuridad con este fin, es decir, para manipular la percepción del espectador, representa un avance clave para la pintura de Caravaggio y resultará ser uno de los elementos decisivos en el desarrollo de su revolución.
Caravaggio también pintó otros cuadros para el cardenal, pero éstos retomaban temas que Merisi ya había desarrollado de forma independiente antes de entrar en contacto con él. La primera fase pictórica de Caravaggio en Roma se centró principalmente en el valor poético-moral: el contenido de su arte y sus esfuerzos durante esta fase se orientaron hacia este tipo de profundidad intelectual, pero a partir del momento en que entró al servicio del cardenal, el camino de sus investigaciones comenzó a cambiar y apuntó más decididamente en la dirección de la innovación pictórica. Durante los cerca de cuatro años que Merisi permaneció a su servicio, pudo sin duda beneficiarse del continuo intercambio de ideas con las destacadas personalidades que integraban el círculo del Monte y, como hemos visto, las influencias de su mecenas y de la cultura de su corte comenzaron a aflorar con mayor claridad en sus pinturas. La forma en que comienza a utilizar la relación entre la luz y el espacio en sus cuadros se vuelve extremadamente más refinada y fruto de investigaciones experimentales. Durante estos años, se puede aislar un verdadero camino de maduración con respecto a estos temas: su recorrido comienza con la Medusa, continúa con los ulteriores avances relativos a la Fiscella y alcanza un primer momento de síntesis con la Santa Catalina. Es precisamente con este cuadro con el que empezará a encontrar una solución al problema que se había planteado: aquí, de hecho, comienza por fin a utilizar la oscuridad como herramienta para modelar la percepción dimensional del observador con fines ilusionistas. Todo esto demuestra claramente cómo el camino que Caravaggio emprende en estos años apunta cada vez más decididamente hacia los problemas de la construcción y representación del espacio pictórico y su relación con la luz, dirección que encontrará su posterior y decisivo aterrizaje en la ejecución de los lienzos Contarelli. Esta nueva dirección fundamental nació durante el periodo Del Monte y muy probablemente estuvo influida por los fermentos culturales existentes en el círculo del cardenal y, en particular, por su contacto con las ideas de su hermano Guidobaldo, que fue uno de los más importantes estudiosos de la perspectiva y la escenografía de su época.
Otro hecho fundamental y decisivo que comenzó a materializarse en estos años fue el brusco cambio de rumbo en los temas que Caravaggio trató en sus cuadros, como hemos visto en el llamativo caso de la disruptiva manera de representar el tema de la Medusa: este cuadro constituye a todos los efectos un parteaguas y una piedra angular fundamental para la historia de la estética. Son estos fermentos los que le llevarán más tarde a la maduración definitiva de su estilo revolucionario, son el hilo conductor de un discurso que llegará a su plena maduración en los cuadros de Contarelli, que constituyen el manifiesto público de su revolución; por cierto, fue probablemente gracias a la intervención de Del Monte que Merisi obtuvo este encargo.
Estos pasajes son de suma importancia y revisten una importancia fundamental: tener una comprensión clara de lo que sucedió en este periodo será la palanca que nos permitirá entender lo que veremos en su pintura en el futuro, cuando su arte vaya realmente mucho más allá de lo que hemos visto hasta ahora.
El cardenal fue uno de los coleccionistas más importantes de Merisi, y llegó a poseer ocho cuadros del pintor: un Carafa di fiori (perdido), un San Francesco en éxtasis (no identificado con precisión), el Bari conservado en Fort Worth, la Buona Ventura de la Pinacoteca Capitolina, el Santa Caterina d’Alessandria ahora en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, el Concerto, el Suonatore di Liuto del Metropolitan y, por último, el San Giovanni Battista de la Capitolina, que pasó a formar parte de su colección por disposición testamentaria del hijo de Ciriaco Mattei, Giovan Battista. Todas estas obras se pusieron a la venta en 1628, poco después de la muerte del cardenal, y todas fueron adquiridas por miembros del círculo de los Insensati o Humoristas. El cardenal Pio di Savoia compró la Buona Ventura y San Juan Bautista, mientras que los demás cuadros acabaron en la colección del sobrino de Maffeo Barberini, el cardenal Antonio.
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