Qué golpe para el viejo Luca Carlevarijs supuso esta historia. Llevaba bastante tiempo dedicado a la pintura de paisaje pintoresco en Venecia y, por tanto, era también el principal especialista en vistas topográficas, género que cultivaba con el mérito del estudio técnico-científico ampliamente reconocido. Parece haber sido, en la última parte del siglo XVII, el más dotado en cuanto a preparación, hasta el punto de que se sugiere que estaba motivado por los problemas de la mecánica de composición que exige el reconocimiento topográfico de los lugares. En efecto, el retrato del artista maduro que le hizo Bartolomeo Nazzari (Oxford, Ashmolean Museum) muestra los instrumentos de los que se rodeaba habitualmente, un globo terráqueo, brújulas, medidores, textos científicos y, sólo de lejos, su paleta.
Por mucho que el maestro parezca mecánico en su construcción, emerge la ligereza de visión que habría sido la quintaesencia de la mirada de Canaletto aplicada a los horizontes lagunares.
Stefano Conti, el noble lucchés heredero de la fortuna familiar en el mercado de paños, era viudo y ya no viajaba; hacía varios años que no visitaba Venecia, por lo que añoraba las vistas de Luca Carlevarijs, a quien conocía y con quien quería volver a contar para rememorar las horas felices pasadas en aquella espectacular ciudad.
Se dirigió a Alessandro Marchesini, pintor veronés que ya le había guiado en sus compras, pero fue inesperadamente contradicho en una carta que le envió desde Venecia el 14 de julio de 1725: “V.S.Ill.ma desidera per li due accennati quadri da accompagnare gli altri che tiene dipinti dal Sig. Luca Carlevari. Pero ahora vive verdaderamente el sujeto, si no fuera superado en mayor estima por Sig. Ant. Canale, que hace universalmente estupefactos a todos en este país cuando ven sus obras, que consisten en el orden de Carlevari pero que se ven brillar al sol...”. En el espacio de aproximadamente un año, Canaletto se dedicó a cuatro nuevas vistas para Stefano Conti, que acabaron en la colección Elwood B. Hosmer de Montreal: el Puente de Rialto y el Gran Canal desde el Puente, dos vistas que desarrollan la dirección de la mirada desde el piso preferido del cliente lucchese, y por tanto también la infinita nostalgia (y quizá pesar) del lugar y de los días felices, y luego el Gran Canal con Santa Maria della Carità y Campo Santi Giovanni e Paolo.
Quizá el pasaje más bello, entre los cientos y cientos de cartas del siglo XVIII, para un artista veneciano en su camino hacia la fama generalizada sea ese “stordire” al que se refiere Alessandro Marchesini (étonner si quisiéramos pensarlo en el lenguaje más internacional del momento), es decir, algo que nos deja estremecidos, inmóviles y mudos de asombro, momentáneamente menos conscientes, tanto que necesitamos un abanico para reanimarnos, sólo para cultivar los hábitos de la época. Esto les ocurrió a los curiosos que vieron la obra de Canaletto expuesta en la fiesta anual de San Rocco, el 16 de agosto de 1725.
Estas convicciones tan exquisitamente formales revisten de interés la particular relación de Canaletto con el vedutismo de Luca Carlevarijs. Por ello, las referencias de Alessandro Marchesini a la experiencia de la luz parecen más conspicuas, porque son internas al dispositivo del nacimiento de la moderna veduta veneciana, que en ciertos aspectos, aunque muda e inmóvil, parece visiblemente superior a lo que experimentamos. Un rapto de los sentidos y desencadenante del persuasivo engaño de los ojos, como si el espectador fuera absorbido por los amplios cielos de Venecia. Canaletto parecía gozar de una nueva vitalidad al perseguir esa seducción directamente hasta los lugares donde se manifestaba, que, a través de los ojos, se convertían en el laboratorio mental del artista, la puerta que ofrecía la elaboración de los bocetos. Como la vivacidad del dibujo del Museo Ashmolean de Oxford, Veduta del ponte di Rialto infaza l’erberia (Vista del puente de Rialto infra la erberia), realizado como preparación del primer cuadro encargado por el noble de Lucca a Canaletto: el fragmento veneciano nacía en la huella, sin mediación técnica, del lugar y del momento, como demuestra la nota de “sol” en la parte inferior derecha de la hoja, que corresponde precisamente al magnífico golpe de luz sobre el agua de la versión definitiva.
Es un ojo que participa desde dentro en la vida de la ciudad, que ahora es capaz de captar el resplandor de las cosas, animadas e inanimadas, la certeza del tiempo que se identifica plenamente con la obra, si tenemos en cuenta, por ejemplo, los detalles de los andamios que describen lo que ocurría en la construcción de la ciudad, con sus transformaciones que nos permiten datar los cuadros aunque no poseamos declaraciones escritas. Canaletto fabricaba la ciudad de los deseos con encanto y originalidad (y sin copiar); aún no se compraban cristales, bolsos, zapatos y otros souvenirs, como sucede hoy, pero la visión de aquel mundo, madurada con la relativa lentitud del estilo de viajar, seguía a casa en las nuevas visitas, cuando los cielos invernales se volvían grises y (sólo una mirada) regresaba el verano veneciano.
El descubrimiento de la realidad que se revela a los ojos en toda su plenitud de intenciones es una conquista gratuita del siglo XVIII, pero no debemos pasar por alto lo extendidos que estaban la atención y el estudio de la mecánica compositiva propia de las instalaciones escenográficas. En efecto, para que lo visible fuera un gran teatro con sus variaciones de luz y de cosas, era conveniente que un especialista profundizara en los secretos de esa técnica. La matriz común de las reglas de composición escenográfica, con la capacidad de organizar con verosimilitud las muy diferentes partes de la escenografía, califica una de las peculiaridades del siglo XVIII. El tema del capriccio en particular, que representa en sí mismo una declinación muy especial del género vedutistico, es la quintaesencia del concepto de variedad y sorpresa, capaz de combinar razón y placer. El propio Canaletto no dudó en dedicarse con éxito a este género, aunque ya había encontrado una identidad vedutista precisa tras sus primeras experiencias como escenógrafo.
Colocados uno al lado del otro en una sala de Villa Giovanelli, en Noventa Padovana, había dos lienzos gigantescos con ruinas de clase, arquitectura y figuras; probablemente habían sido adquiridos con la mediación de Domenico Coronato, uno de los “vendedores de cuadros” más conocidos de la plaza veneciana, propietario de aquellas peculiares tiendas comparables a algunas de las actuales tiendas de descuento. Pero Canaletto, al firmar y fechar uno de los ejemplares (como rara vez le ocurría) en 1723, quiso advertir que sus habilidades eran grandes y se mostraban en el espacio tridimensional del capriccio. Se aprecia la idea directorial, se montan paisajes que muestran juntos el espacio y la maquinaria escénica: para descubrir mejor el secreto, habría que imaginar una especie de examen del teatro entre bastidores. Y así uno se familiarizaría con las variantes compositivas, con escenografías siempre nuevas que halagaban a los aficionados de la época a acoger en los salones de sus casas a ese engendro de la naturaleza, capaz de doblegar al arreglo pintoresco vislumbres y testimonios de la antigua grandeza de las ciudades visitadas.
También podríamos hablar de caprichos para la familia dieciochesca del conocimiento de Palladio, con su pasado y la carga de mitos y rituales (los viajes entre Venecia y Vicenza, por ejemplo, para visitar sus obras) que interesaban a la buena educación de la clase alta europea, especialmente a la inglesa. Así fue como la colaboración de Antonio Visentini y Francesco Zuccarelli tomó como modelo las iglesias de San Giorgio Maggiore y el Redentore, o el Palazzo Chiericati, enclavado en un contorno de campiña tan irreal como atrayente.
El gesto de amor hacia Andrea Palladio se cumplió en el camino que había encontrado materia fértil en la evocación pintada realizada por Canaletto por deseo de Joseph Smith, el cónsul británico en Venecia, famoso por proteger a los artistas, por las invitaciones a la magnífica casa del Gran Canal en Santi Apostoli, donde en los buenos tiempos había también un mercado de cuadros y otras cosas. Le había encargado trece sopraporte con monumentos de la arquitectura veneciana, entre ellos las mejores cosas de Palladio, San Giorgio Maggiore, San Francesco della Vigna y aquel Puente de Rialto sobre el proyecto nunca realizado por el gran arquitecto, que se convirtió en un ensayo general para el capriccio más palladiano de la historia, sobre el que escribió el culto Francesco Algarotti en su carta del 28 de septiembre de 1759, con Rialto de nuevo, el Palazzo Chiericati y la Basílica de Vicenza: “un nuevo género, casi diría, de pintura, que consiste en tomar un sitio del natural, y luego decorarlo con bellos edificios, tomados de aquí y de allá, o idealizados. De este modo, naturaleza y arte se unen, y se consigue un injerto poco común de los aspectos más estudiados de la naturaleza en los aspectos más simples del arte”.
La conversación de Canaletto con la arquitectura de Palladio continuó en Londres, adonde se trasladó a partir de 1746 durante unos diez años. Se demandaban nuevos cuadros para difundir el legado del Vicentino, como la Iglesia del Redentor, que resurgió en Inglaterra a mediados del siglo XIX para ser recomprada con pasión intacta.
Esta visión permite aclarar cómo el equilibrio entre la verosimilitud espacial y la sensibilidad atmosférica, admitiendo todos los tecnicismos de la cámara ottica, verdadero instrumento fotográfico ante litteram para fijar los escorzos, reside en el aliento de la representación final, en la que se concentra la complejidad y toda la energía de la invención, mucho más allá de una simple mecánica compositiva.
Venecia, en el siglo XVIII, se había convertido en una de las ciudades más populares de Europa, un lugar de apariencias y de placer para el público viajero, reflejado en la obra de los vedutisti y en la de Canaletto en particular, que parecía ser una exquisita flor de sentimiento con su plein air al que siempre era capaz de dar nuevas variaciones sobre ciertos t hemes favoritos. Ese repertorio suyo pareció renacer de nuevo en Londres. En la gran capital, la sensibilidad por las vedute parece haberse revitalizado con la llegada a las colecciones de Jorge III de los Canalettos de José Smith (1762), cuando el artista hacía tiempo que había regresado a Venecia.
Muchos regalos habrían calentado también los corazones de los numerosos amantes de Venecia durante el siglo XIX, y así fue como los cuadros preparados para la colección de Stefano Conti, entre los muchos que ya había, entraron en 1832 en la casa de Robert Townley Parker en Londres, ciudad en la que Canaletto había trabajado durante mucho tiempo.
Ya: el siglo XIX y la fortuna del vedutismo veneciano. Aunque Canaletto no tuvo una buena relación con su academia de origen, en la que sólo ingresó a duras penas al final de su carrera, siguió siendo copiado en los bancos de las escuelas a través de sus famosos grabados. No tuvo gloria oficial, pero por ejemplo encontramos al excéntrico Niccolò Tommaseo con una interpretación teórica desde el Romanticismo cristiano de la figura del vedutista (1838), que entrega a un comentario ideal basado en unas obras que vio en Montpellier, en realidad de Francesco Guardi. Un artista, éste, redescubierto y descubierto a principios del siglo XX por Simonson y Damerini en clave preimpresionista por la rapidez y la exuberancia de su pintura de vistas, esas formas evocadas entre cielos y aguas que sin embargo parecían fruto de una imaginación sin reglas a los devotos del clasicismo de finales del siglo XVIII. Sin embargo, no dejó de interesar a un pequeño círculo de aficionados, como nos ha contado Francis Haskell al investigar la salida de algunas de sus obras durante el siglo XIX, que fueron muy apreciadas en Inglaterra. Uno se pregunta hasta qué punto no se sintieron más bien atraídos por la fortuna tradicional del tema vedutistico, resignándose a la ausencia en el mercado de coleccionistas de ejemplos del célebre Canaletto, casi nada de su sobrino Bellotto, poco de Marieschi, tal vez algunos caprichos de Visentini, Joli y Battaglioli. “Pietro Edwards le dijo al escultor Antonio Canova, que se interesó por el tema desde Roma en 1804: ”Las cosas de Guardi siguen siendo -dijo- tan incorrectas como siempre, pero muy ingeniosas, y ahora se investiga mucho sobre ellas, quizá porque no se puede encontrar nada mejor". Sabe, sin embargo, que este pintor trabajaba para ganarse el pan de cada día; compraba lienzos desechados con los imprimaturs más perversos...’. Una imagen que, en una especie de transferencia visual, ha dejado huellas evidentes en la exigua historia del artista, si todavía el milanés Giuseppe Bertini le retrataba, en un cuadro presentado en el Brera en 1894, un poco huraño vendiendo sus cuadros a los clientes ociosos de los cafés de la plaza de San Marcos.
Hoy, sin embargo, le recordamos (y en cierto modo impresiona) con una de sus vistas más logradas, el Puente de Rialto con el palacio Camerlenghi, adquirido en 1768 por el político Chaloner Arcedeckne (todavía inglés de viaje en Venecia), que se ofreció en Christie’s de Londres en 2017 por veinticinco millones de libras.
Como en algunos aspectos sucedió con la pintura de Giambattista Tiepolo, el juicio de Francesco Guardi sobre la modernidad ya no contrasta con las cualidades de la imaginación, cosas que ahora adquieren una valencia positiva gracias al paso de los umpresionistas. Como la luz, en sus trazos evidentes que representaban el vedutismo de Canaletto y del propio Guardi; de hecho mejor el segundo que el primero, con la frescura de la mirada viva de la memoria, salpicada de los colores de la improvisación reveladora de una experiencia instantánea, que el otro y sus ensayos de una Venecia objetiva, espaciada de la memoria a pesar de la preparación técnica del encuadre en perspectiva.
Viva Guardi, habría dicho Paul Leroi desde el París del siglo XIX y, añadiríamos nosotros, su inocencia que nos acompaña para siempre dentro de la ilusión de Venecia. Y pensar que todo empezó en el taller de su hermano Giannantonio Guardi. Entre los años 30 y 40, se vieron obligados a trabajar como copistas de las obras de maestros más cotizados; productos destinados principalmente a las colecciones de los Giovanelli y de Johann Matthias von Schulenburg, que los había incluido en la pobre nómina.
La consideración del inicio real del vedutismo de Francesco Guardi no es marginal, ya que los críticos siguen divididos. ¿Comenzó la práctica con la muerte de su hermano mayor, Giannantonio (1760)? Y si es así, ¿cómo justificar una orientación estilística del vedutismo de Francesco totalmente opuesta a la luz del sol, que en aquella época había puesto el género pictórico en la atención y la comprensión del ojo canalettiano? ¿Cómo pensar que la raíz del vedutismo contemporáneo, su grandiosidad y la novedad de la luz irradiada hasta el infinito, cualidades que asombraron a los coleccionistas de toda Europa, encontrarían respuesta en la Venecia tan desincronizada de los años sesenta, es decir, en las primeras tentativas hipotéticas de Francesco Guardi; cortes con atmósferas profundas, casi como si el maestro quisiera proponer un viaje hacia los inicios de la propia manera de Canaletto? Pero hay que ahondar en las sugerencias más profundas de la formación de Guardi, antes de las imágenes más famosas de Venecia, acolchadas de luz rasante y pasadas por el aire. Un testimonio de principios del siglo XIX nos habla de una colaboración entre Francesco Guardi y Canaletto en la ejecución de algunas vistas. Es una suposición, pero no se puede descartar que un adolescente pintor novato, conocido por pertenecer a una familia de pobres, pudiera ayudar a un vedutista ya consagrado como Canaletto; descubrir sus ideas y la transición de un vedutismo contrastado en atmósferas, yo diría que pintoresco como parecían ser sus cuadros de vedute de principios de los años veinte. Pero si esto fuera cierto, quién sabe cómo se habrá quedado mirando los dos capricci para los Giovanelli en la villa de Noventa, cerca de Padua.
Una deuda lejana con Canaletto, bastante normal para alguien que seguía ejerciendo de copista durante la quinta década. Y luego la función de la mancha con la que ilumina de vida el panorama veneciano de arquitectura inmóvil, por ejemplo en las figuras, que vemos calcadas en una de las obras del maestro. Aquí se forma la característica de un maestro que estaría entre los principales intérpretes de la segunda mitad del siglo y que parece encomendarse al destino de la demanda en la plaza veneciana.
Y así es como la poética dieciochesca de la que depende la libre combinación de arquitectura y figuras en la clara conciencia del triunfo de la invención, parece plegarse a esa visión de la maravilla. Se reconoce en ella la confianza del ojo llevado a dilatar el espacio, y la calidad de la textura compositiva y atmosférica, todo ello convertido, al parecer, en la transparencia de un monocromo sofisticado. Quién sabe, queriendo correr con la imaginación, también podríamos imaginar que Francesco Guardi quiso pensar en su ciudad con los ojos cerrados, intacta, viviendo días humildes pero honestos y serenos, que vemos por última vez en sus cuadros. Como si nunca hubiera querido desprenderse de ese placer.
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 3 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte Magazine. Haga clic aquí para suscribirse.
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