Juan XXII fue un hombre que vio el futuro. Y lo vio claro y luminoso, vivo y palpable en el resplandor de un orden universal reflejado en las intenciones y acciones de los seres humanos que habitarán la tierra. Un futuro en el que prevalecerá en todas partes el respeto a la existencia, el derecho a un nivel de vida digno, la cooperación mutua entre los hombres, un futuro en el que habrá convivencia en la verdad, la justicia, el amor y la libertad, un futuro en el que la paz ya no se basará en el equilibrio de las armas, sino que se construirá sobre la confianza mutua. Así lo imaginó Juan XXIII en su encíclica Pacem in Terris de 1963, uno de los escritos más visionarios del siglo XX, un texto que no ha perdido ni un ápice de su actualidad.
Emilio Isgrò pensaba en este texto cuando, en 2019, en el 500 aniversario de la muerte de Leonardo da Vinci, comenzó a abordar la perdida Battaglia di Anghiari, y fue llamado a crear una obra capaz de enfrentarse a la obra de Leonardo da Vinci. Pensar en una obra meramente ilustrativa habría sido un derroche de energía. Y dedicarse a un “homenaje”, como se dice, habría sido ocioso y también arriesgado, porque se habría corrido el riesgo de mirar la obra de Leonardo como se mira un fósil: es decir, con el distanciamiento excavado por la distancia, sobre el que pende siempre el riesgo de las preclusiones. En cambio, existen continuidades, vivas y palpitantes, entre el pensamiento de Leonardo da Vinci y la mirada que los contemporáneos dirigimos al mundo de hoy. Por tanto, acercarse a Leonardo con el debido respeto y, al mismo tiempo, producir algo que tenga alguna utilidad, significa encontrar equivalencias entre sus ideas y las nuestras. Emilio Isgrò ha encontrado esas equivalencias en el modo en que Leonardo escudriñaba la guerra y en el modo en que lo hacemos nosotros, y las ha elaborado en la obra que lleva el nombre de la encíclica de Juan XXIII. Y que, a partir de 2019, el público podrá admirar en el Museo della Battaglia e di Anghiari, no lejos del lugar donde, el 29 de junio de 1440, se enfrentaron los ejércitos florentino y milanés en una de las batallas más famosas del Renacimiento: porque fue un enfrentamiento decisivo, y porque fue eternizado por Leonardo.
Isgrò tomó las primeras palabras de Pacem in terris, las dispuso sobre un fondo blanco y, según su práctica establecida, las borró todas. Un gesto aparentemente subversivo y profanador: en realidad es exactamente lo contrario. El borrado no pretende alimentar la provocación: si acaso, es un recurso para salvaguardar la palabra en un mundo que nos abruma, por un lado, con el parloteo de palabras vanas, que no permanecen sino que nos abruman continuamente y no nos dejan respirar, y por otro con el ensañamiento de una comunicación visual incesante, apremiante y omnipresente, cuando no del todo intrusiva. Borrar Pacem in Terris no significa borrar la guerra, como podría sugerir la apariencia. Significa hacer que los borrones estén preñados del significado, elevado, noble y vigoroso, de las palabras de Juan XXIII. Y confiar a las abejas la tarea de filtrar el néctar del texto y esparcir su polen por el mundo para que las semillas de la paz se produzcan en todas partes. El de Isgrò es “un discurso”, declaraba en una entrevista a Finestre sull’Arte, “sobre la posibilidad que tiene la paz de afirmarse en el mundo, en un momento en que el mundo está literalmente en guerra, dentro de los países, entre nación y nación”. Un discurso que recuerda un texto escrito "en un momento difícil para el mundo, cuando se temía a cada minuto una guerra atómica y un enfrentamiento que eliminara a todos los habitantes del planeta, o a casi todos“, y que el artista pretende pronunciar consciente de que ”hoy el planeta está habitado por personas expuestas a demasiados riesgos: está empobrecido y explotado de forma bestial, como a veces se explota a los propios hombres".
Es bien conocida la consideración de Leonardo da Vinci sobre la guerra, quien la conoció demasiado bien, no sólo como hombre del Renacimiento, sino también como científico e inventor que diseñó máquinas letales para utilizarlas en los campos de batalla, porque estaba convencido, dada la naturaleza abyecta del ser humano que tiende a destruirse a sí mismo y a su entorno, de que la guerra era una forma ineludible de preservar el bien de la libertad. Pero la guerra le horrorizaba: la llamaba “locura bestial”. La inhumanidad de la guerra le repugnaba. Sufría ante la idea de que un hombre pudiera matar a otro hombre, y sólo podemos imaginar el dolor que debió causarle el choque entre sus convicciones y su profesión, el desacuerdo entre sus deseos y la constatación de que vivía en una época que no conocía la paz. Sin embargo, comprendió que la paz es la condición deseable para el ser humano: en la propia Batalla de Anghiari, con el feroz enfrentamiento entre los contendientes, y los asustados caballos que son llamados a pesar suyo a participar en la crueldad verdaderamente bestial de los humanos, vemos el “manifiesto de una oposición intelectual a la brutalidad, a la discordia”, como ha señalado el director del museo de Anghiari, Gabriele Mazzi. Aquí es donde entra en juego la obra de Emilio Isgrò, capaz de captar, como sigue explicando Mazzi, una analogía entre la época de Leonardo y la nuestra: “la contradicción de una sociedad europea que querría ser ecológica, pacífica, laica y democrática (quizá la mejor realización ideológica del humanismo), pero en la que los mecanismos reguladores son incapaces de interferir con los instintos del hombre-animal”.
Aquí, pues, la pertinencia de la obra de Leonardo da Vinci, tal como pervive en la obra de Emilio Isgrò, adquiere el aspecto de una advertencia: Aquellos instintos que, en el siglo XV, llevaban a los ejércitos a enfrentarse en batalla, no están hoy latentes, sino que emergen bajo otras formas, quizá menos violentas en nuestra sociedad (pero idénticas en otros lugares: se dice que el hombre nunca ha conocido un año sin guerra), y sin embargo capaces de producir devastación. El escritor Giorgio Bagnobianchi ha comparado la imagen de la Pacem in Terris de Emilio Isgrò a la de un retablo laico, una obra concebida para “un cuestionamiento dialéctico de la vida y de la evolución de la biosfera”. Una “majestad” del siglo XXI, “idealmente situada en el territorio de nuestra vida cotidiana, en la encrucijada de caminos con destinos desconocidos” que, “con el despliegue de la paz, nos interroga sobre la epifanía de un estado que no es simplemente la cancelación de la guerra, sino la conquista de la convivencia civil, de la armonía entre los hombres, la naturaleza y la tecnología, una nueva alianza para el futuro”.
Juan XXXIII, y como él muchos grandes pensadores y artistas de su tiempo, creían que ese futuro es una meta alcanzable. Y es seguro que tarde o temprano alcanzaremos este futuro de paz. No será mañana, no será en un futuro inmediato, pero se llegará. Y puesto que es la razón la que reclama esta meta, escribió Juan XXIII, será la misma razón la que mostrará y construirá el camino.
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