Un gran conocedor de las cosas emilianenses del siglo XVII como el gran Andrea Emiliani, nomen omen, escribió que el llamado ’gusto de los boloñeses’ fue mal entendido durante mucho tiempo, se consideraba una armonía que casi sobrepasaba el academicismo, hasta el punto de ’casi feminizar el arte boloñés’. En realidad, “esta armonía”, escribía Emiliani, “coexiste, por el contrario, con un naturalismo expresivo predominante, con un estilo, en definitiva, que posee un acceso directo a la realidad y a sus temas”. No se explicaría de otro modo la revolución desencadenada por los Carracci. Pero el recurso a la naturaleza debía encontrar su propia forma de aplicación: Guido Reni lo había experimentado primero con una pintura que lavaba de la naturaleza toda forma de impureza. Así nació, de la comparación con Caravaggio, la Crucifixión de San Pedro hoy en la Pinacoteca Vaticana. Aquel cuadro, un hapax en el recorrido del joven boloñés, sin embargo, marcaba también el inicio de otro itinerario, el comienzo de un camino en el que “la meta declarada e insustituible de la belleza virtuosa” se disponía a entrar, irrumpiendo. Era como si la idea del artista tuviera que intervenir para purificar la naturaleza. Así, la mano de Guido Reni se dirigía ya y definitivamente hacia la belleza.
El pintor boloñés revelaría este instinto más tarde, en los años treinta, en una carta enviada mientras pintaba su San Miguel Arcángel a monseñor Massani, maestro de casa de Urbano VIII, y que hizo famosa Giovan Pietro Bellori: “Ojalá hubiera tenido un pincel angélico, o formas del Paraíso para formar al Arcángel, o para verlo en el Cielo: pero no he podido subir tan alto, y en vano lo he buscado en la tierra. Así que he buscado en esa forma que en idea me he establecido”. Alois Riegl decía que Guido Reni buscaba ante todo la belleza del cuerpo humano, distanciándose, sin embargo, de la sensualidad de Correggio, y encontrando, si acaso, una referencia en la gracia divina de Rafael, en el marco de composiciones siempre hábilmente medidas. Es natural, por tanto, que Guido Reni se enfrentara a la Antigüedad, estudiada en todas sus formas y expresiones para captar, entre otros aspectos, esa esencialidad que a menudo se convirtió en el pilar de sus innovaciones. Lo vemos, por ejemplo, en laAtalanta e Ippomene, una pintura que sigue la partitura y el ritmo de un jarrón griego.
Esta obra se conoce en dos versiones, una conservada en el Museo Nazionale di Capodimonte de Nápoles, la otra en el Prado. Es difícil establecer con certeza cuál de las dos es la más antigua: las orientaciones más recientes de la crítica, tras la exposición sobre el boloñés celebrada en la Galleria Borghese de Roma a principios de 2022, tienden a asignar la primacía al lienzo napolitano, por razones de su mayor cercanía a las obras del periodo romano de la década de 1910, evidentes sobre todo en la mayor atención prestada al claroscuro. Guido Reni extrae el mito del décimo libro de las Metamorfosis de Ovidio: Atalanta es una bella cazadora virgen a la que un oráculo predijo una vida desgraciada si se casaba. Por ello, para evitar peligros, la joven comienza a desafiar a sus pretendientes en competiciones de carreras, actividad en la que no tiene rival. Si el pretendiente gana, puede casarse con ella. A la inversa, es asesinado. Ni que decir tiene cuál es el destino de todos los desafortunados que se atreven a competir con ella. Sin embargo, uno de ellos, el más enamorado, consigue encontrar la estratagema para vencerla. Se llama Hipómenes, procede, como Atalanta, de Beocia, y está decidido a ganar y casarse con la muchacha. Así que decide jugárselo todo a la vanidad de Atalanta: durante la carrera, le lanza unas manzanas de oro recogidas en el jardín de las Hespérides, sabiendo que serían irresistibles para ella y que se agacharía a recogerlas. Así es: Hipómenes consigue vencer a Atalanta, y ambos pueden casarse.
Es el clímax de la narración, el que Guido Reni decide pintar en este cuadro del que desconocemos el destinatario. Hipómenes ya ha arrojado las manzanas de oro. Adelanta a Atalanta que se ha dejado distraer, se vuelve para mirarla, su zancada es la de quien no quiere ceder ni un ápice a su adversario. Ella se ha detenido puntualmente: ya tiene una de las manzanas de Hipómenes en la mano izquierda, la otra está en el suelo y acaba de agacharse para recogerla. Los movimientos son amplios y teatrales, acompañados de ese revoloteo de cortinas hinchadas hasta el extremo, rígidas y arrugadas, afiladas como cuchillas, ligeras como el viento que las mueve y las lleva a describir seductoras volutas. Si no estuvieran allí, todo parecería más comedido, los dos jóvenes parecerían atrapados, inmóviles en esta atmósfera metafísica de tonos diáfanos, en este aire enrarecido, acentuado por una luz que incide sólo en ellos, transformándolos casi en dos esculturas de mármol, y deja a oscuras todo el paisaje marino tras ellos.
La idea de belleza se hace carne en los cuerpos desnudos, formalmente perfectos, de los dos jóvenes: es a partir de estos cuerpos y de sus movimientos que se puede captar el interés de Guido Reni por la Antigüedad, que no es una forma de arqueología nostálgica, sino una fuente de inspiración para inventar soluciones formales. Aquí, por ejemplo, correr se convierte casi en una danza medida, construida a lo largo de líneas que siguen un esquema geométrico de diagonales entrecruzadas.
Un esquema que sirve para desnudar el mito de Ovidio, para reducirlo a lo esencial, pero quizá también para introducir elementos que hagan más manifiesto su contenido alegórico. Marc Fumaroli, en su ejemplar exégesis de este cuadro publicada en la colección La scuola del silenzio (La escuela del silencio), no podía dejar de observar cómo Atalanta está casi enteramente por debajo de la línea del horizonte, que divide el paisaje del cielo en el crepúsculo (aunque Ovidio no proporcionó ninguna coordenada temporal para fijar el relato en un momento preciso del tiempo), mientras que, por el contrario, “con un poderoso efecto de disimetría”, Hipómenes se sitúa con la parte más noble de su cuerpo, es decir, el torso y la cabeza, por encima de la línea que divide la tierra del cielo, y se encuentra, por tanto, en la zona celeste. El héroe de la mitología griega, en una transposición de significado frecuente en el arte del siglo XVII, resulta ser la personificación del alma del cristiano que aleja de sí las pasiones. Incluso con el gesto de la mano derecha, que no debe entenderse como la última secuencia de lanzamiento. Están demasiado cerca para imaginar a Hipómenes encabezando la carrera, circunstancia que, por otra parte, contradiría el relato de Ovidio: aquí, si acaso, el muchacho es atrapado al adelantar a Atalanta, como leemos en las Metamorfosis. Ese gesto, según Fumaroli, debe leerse como un gesto de rechazo de esas pasiones representadas por las manzanas, un gesto que “excava un abismo moral”. Por esoAtalanta e Hipómenes es, para Fumaroli, “pintura de meditación”.
Así pues, podemos leer la interpretación de Fumaroli en el marco de lo que Giambattista Marino, amigo de Guido Reni, habría escrito en su Adonis: “Per l’arringo mortal, nova Atalanta / l’anima peregrina, e semplicetta, / corre veloce, e con spedita pianta / del gran viaggio al termine s’affretta. / Pero a menudo su curso es desviado por / el sentido adulatorio, que la seduce / con el objeto agradable y juguetón / de esta manzana de oro, que nombre tiene el mundo”. Unas rimas que no podían dejar de tener en cuenta la libre traducción en octavas de las Metamorfosis que Giovanni Andrea dell’Anguillara publicó en la segunda mitad del siglo XVI, y donde para Atalanta el matrimonio se convierte en “santo”: el objetivo es, pues, el de la salvación del alma. Recoger las manzanas de oro equivale, pues, a dejarse tentar por los sentidos. Y laAtalanta e Ippomene de Guido Reni puede leerse así como una pintura que desarrolla ideas propias del humanismo cristiano. Sin descuidar esa necesidad de belleza ideal que animaría siempre su pintura, y que quizá sea la razón principal por la que hoy nos dejamos seducir por los cuadros de Guido Reni.
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