Luca Beatrice siempre ha estado convencido de que el futurismo fue la única verdadera vanguardia italiana del siglo XX. Es necesario partir de aquí para situar su figura de crítico de igual, si no mayor, importancia que la de cáustico animador del debate cultural, armado de un brío flamígero, corrosivo y provocador, por el que la mayoría, en el asfixiado mundo del arte, le recordará en estos momentos (algunos quizá incluso sin quererlo). Beatrice había concebido ante todo como un homenaje al futurismo la exposición que comisarió junto a Beatrice Buscaroli para el Pabellón Italiano de la Bienal de Venecia de 2019: se titulaba Collaudi, el mismo nombre de una colección de prefacios que Filippo Tommaso Marinetti publicó al final de su carrera. La elección debería bastar por sí sola para destacar lo que, según Beatrice, eran los contornos de la figura del comisario: no una prima donna, no un personaje que sustituye al artista, sino un probador. Todo lo contrario del comisario enfermo de protagonismo, que empaña la obra de los artistas a los que se supone que acompaña (pero cuyos destinos y carreras decide), del comisario que sigue las modas, que es incapaz de enmarcar históricamente la obra de un artista o que, por decirlo suavemente, es incapaz de entender la obra del artista.un artista, o que, en palabras de la propia Beatrice, “frecuenta más los aeropuertos que los museos”, que “no produce más que escuetos comunicados de prensa, pragmáticos textos introductorios”, que “no sabe ni historia del arte”(Da che arte stai, 2021).
En aquella edición de la Bienal, Beatrice y Buscaroli pretendían así “poner a prueba” a un grupo de artistas elegidos por su experimentalismo y según una pluralidad de lenguajes que debía hacerse eco de la actitud de investigación de los futuristas, de su eclecticismo, de su apertura al sincretismo, a la experimentación, a trascender los medios tradicionales. Así, abarcaban desde la pintura (Daniele Galliano, Marco Cingolani, Luca Pignatelli, Roberto Floreani, Davide Nido... ), la escultura (Bertozzi&Casoni, Nicola Bolla, Aron Demetz), la fotografía (Matteo Basilé, Elisa Sighicelli) y el vídeo (el dúo Masbedo). El Pabellón Italiano de Beatrice y Buscaroli reunía, pues, un conglomerado de artistas de entre treinta y cincuenta años, todos ellos con una trayectoria sólida y estructurada. Collaudi no fue, pues, ni un punto de partida ni un punto de llegada: se podría considerar aquella exposición como una especie de instantánea del statu quo, un resumen de gran parte de lo mejor que el arte italiano ofrecía hace quince años (y que, podemos decir, sigue ofreciendo hoy), así como una selección que reflejaba las ideas de sus comisarios. ¿Qué ideas?
Se puede situar la obra de Luca Beatrice en el frente opuesto (y, durante mucho tiempo, perdedor: quizá todavía ahora) al de los seguidores del Arte Povera que durante décadas han marcado, y en parte siguen marcando, las líneas oficiales del arte italiano, desde los años setenta en adelante. Basta recordar algunas otras ediciones del Pabellón de Italia para darse cuenta de ello: Aparte de la sobredosis imponente y panorámica de la exposición comisariada por Sgarbi en la siguiente edición, en 2011, Collaudi fue la última vez que en el Tese delle Vergini se pudo apreciar una exposición fascinante, lograda, bastante completa, de esa vertiente ’alternativa’ a la dirección poverista que vio en Luca Beatrice una de sus voces más apasionadas, competentes y autorizadas. Se la ha llamado “nueva figuración italiana”, “nueva situación italiana” y frases similares (con añadidos, en el caso de Collaudi, pero el implante germinado de las investigaciones de Luca Beatrice sobre lo figurativo y, sobre todo, sobre la pintura era claramente reconocible): es cierto que hacía falta valor para adoptar una posición alternativa. Pero era un riesgo necesario si se quería actualizar el arte italiano y seguir siendo relevante fuera de sus fronteras nacionales.
Beatrice había comenzado su obra en los años noventa, una época en la que el arte dejó de reconocerse de forma más o menos unificada, o al menos armoniosa, en un estilo definido. Y mucho menos hablar de grupos, aunque ciertamente en aquel periodo nacieran experimentos interesantes (sobre todo, por limitarnos a Italia, la Officina Milanese, la sodalidad de Giovanni Frangi, Marco Petrus, Luca Pignatelli y Velasco Vitali, que era quizá el grupo con la fisonomía más consolidada).
El hecho de que el arte, en aquel momento, en Italia como en gran parte del mundo, atravesara esta especie de crisis de identidad, no significaba que no hubiera vitalidad, que no existiera un humus capaz de imponer fenómenos extremadamente relevantes, de los que es posible, más de treinta años después, trazar un perfil histórico (baste recordar el arte relacional). Era un panorama fragmentado, como tal vez nunca lo había sido, pero en el que era posible identificar la emergencia de un arte que abordaba las ansiedades de los años noventa enfrentándose a la tradición, pero también al arte conceptual: un “espacio de sensibilidad”, como el propio Luca Beatrice denominó a esta “nueva figuración” (entrevista a Chiara Canali, catálogo de la exposición La nuova figurazione italiana. To be continued, Milán, 2007), que contemplaba “dentro de sí expresiones muy diferentes, incluso contrapuestas”, que se refería “más al talento de un artista que a sus relaciones sociales”, que “relanzaba una apreciación doméstica, y por tanto vivible, de la pintura por parte de los coleccionistas”. Beatrice, que contaba entre los críticos de la “nueva figuración” con colegas como Alessandro Riva, Maurizio Sciaccaluga y Gianluca Marziani, situaba la aparición de esta nueva sensibilidad en torno a 1994-1995, la consideraba un arte metropolitano, que tenía “la ciudad como teatro privilegiadoque podía compararse con el fenómeno de la ”juventud caníbal“ de la literatura italiana de la misma época, con la música de grupos como Marlene Kuntz, Subsonica, Africa United, o con ”toda una serie de fenómenos absolutamente italianos, de una generación post-terrorista, de cultura post-ideológica".
En este contexto, Luca Beatrice fue el “probador” de algunos de los nombres más destacados de una clase de artistas que tanto ha dado al arte italiano. Reconoció explícitamente a Daniele Galliano como el pintor con más talento de su generación. Escribió de él que “pintaba las mismas cosas que otros han contado con palabras o han puesto música -paisajes urbanos, retratos de lo mejor de la juventud de la época, escenas de interior-, imaginando la noche como el momento en que todo estaba permitido, lo que veía y lo que soñaba, transformando los lugares en malebolge, los personajes y los encuentros en vampiros pálidos y negros. En esos cuadros, supo combinar un vitalismo desenfrenado con cierta languidez y melancolía, plasmadas en una pintura que, por un lado, intenta ”rehacer“ el grano de las primeras cámaras digitales y, por otro, pone de relieve el talento pictórico y la felicidad colorista, así como una gran facilidad para el dibujo”(Le vite, 2023). De Nicola Bolla, escribió que su obra “trata de lo inútil, de la vanidad, de lo fatuo. Donde lo espectacular es el decorado, el escenario, la fiesta ya ha terminado, los actores se han ido, lo que queda es el espejo, el brillo de los cristales parecido al de los diamantes: parecido pero no verdadero, en el juego de la ilusión” (catálogo Collaudi, 2009). De las obras de Andrea Chiesi ha escrito desde 2002 que revelan su “primacía absoluta en el ámbito italiano y lo relacionan con un tejido internacional más amplio, en particular con las temperaturas de la pintura del norte de Europa. El enfriamiento y la síntesis cada vez más cristalina llevan al artista modenés a sacrificar el aspecto metafórico y simbólico en dirección a un replanteamiento y reinvención del espacio”.
La lista podría seguir y seguir: Beatrice se ha ocupado, por ejemplo, de Marco Cingolani, Massimo Kaufmann, Officina Milanese, Pierluigi Pusole, Luca Pancrazzi, Luca Pignatelli y varios artistas más, muchos de los cuales forman ya parte del canon del arte italiano de los años noventa. ¿Cuál es, en cambio, el artista del nuevo milenio? En De qué arte eres, Beatrice partió de un ensayo de Richard Sennett, The Craftsman (2008), en el que el sociólogo y crítico literario estadounidense abogaba por el retorno delhomo faber, delartista capaz de ejecutar una obra con sus propias manos en virtud de una habilidad poco común, frente a la mediocridad de la mayoría de las creaciones contemporáneas. "Hurra por el viejo homo faber: es el ’nuevo’ artista del Tercer Milenio", escribió Beatrice, identificando en Bertozzi&Casoni, en la escultura en madera gardenaise de Aron Demetz, Gerhard Demetz y Willy Verginer, y en la pintura de Nicola Verlato, una línea de recuperación de la tradición mediante el conocimiento técnico de los materiales.
Por tanto, podemos afirmar con convicción que en Italia no faltan hoy artistas disruptivos, internacionales, originales, capaces de evitar cualquier lenguaje derivado. Lo que falta, si acaso, es todo aquello que regó el terreno del que pudieron germinar las experiencias de las que Beatrice fue “probadora”. Sin embargo, podemos detenernos aquí, porque de lo contrario correríamos el riesgo de tocar otros temas y acabaríamos siendo demasiado superficiales. Sí podemos añadir que tal vez lo que falte hoy sea ese coraje que a Luca Beatrice ciertamente no le faltó, y debemos reconocerlo, tanto si estábamos de acuerdo con él como si lo considerábamos alejado de nuestras propias convicciones y posiciones artísticas, culturales y políticas. “Si pasamos a la historia”, decía Luca Beatrice, “es porque no tuvimos miedo de inventar esta historia”.
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