Es algo de lo que se ha hablado poco (y que, por tanto, poca gente conoce), pero este martes la Fundación Carta Magna, presidida por el parlamentario de Ncd Gaetano Quagliariello, presentó en la Cámara de Comercio de Roma, en presencia del ministro de Cultura Dario Franceschini, un proyecto de ley para revisar sustancialmente el papel de los particulares en la gestión de la cultura en Italia. La noticia se dio a conocer en la página web de la Fundación, donde también puede encontrarse el texto de la propuesta de ley. Nos enteramos, entretanto, de que el ministro ha declarado que comparte los motivos de la propuesta, y que dos senadoras del Ncd, Laura Bianconi y Federica Chiavaroli, estarían dispuestas a presentarla al Senado.
No sé cuántas personas del mundo de la cultura han leído esta propuesta, que, en su deseo de promover una reorganización del Código de Bienes Culturales, adquiere tintes fuertemente inquietantes, ya que, si se aprueba, trastornará el sistema de bienes culturales tal como lo hemos conocido hasta hoy y, de hecho, debilitará el Ministerio de Bienes y Actividades Culturales de forma extremadamente preocupante. Hay que añadir, sin embargo, que, al menos por el momento, la aprobación de la propuesta parece improbable, también porque el propio Franceschini ha declarado que es “preferible proceder paso a paso, sin ir de un extremo al otro”: ya es bastante alarmante, sin embargo, que haya sido el propio ministro quien haya declarado que comprendía las razones que hay detrás de la propuesta de la Carta Magna.
Gaetano Quagliariello |
Razones que a Finestre sull’ Arte nos parecen de todo menos aceptables. Parece que la intención de la Fundación es permitir que particulares metan mano en el patrimonio que es de todos, yendo en contra del Ministerio en lo que es su misión principal: salvaguardar los intereses de la protección, conservación (y por consiguiente también la valorización) de un patrimonio que es público, es decir, que es de todos. Seamos claros: la intervención privada no sería en sí misma mala, al contrario: cuando puede contribuir a mejorar la suerte del patrimonio, es más que nunca deseable. Sin embargo, la lógica del sector privado no siempre parece dictada por razones de utilidad pública, y hay muchos ejemplos. Al otro lado de la barricada, el Estado ciertamente no está libre de culpa: si hemos llegado hasta aquí es porque venimos de años de graves carencias y errores de bulto por parte del ministerio y de quienes lo han gestionado hasta la fecha. Pero centrémonos en la propuesta y vayamos por orden.
El punto central de la propuesta es el siguiente: la gestión del patrimonio cultural tendrá que estar abierta a “sujetos sociales distintos de la Administración estatal y local”, y en consecuencia, leemos en el texto, “necesariamente quienes decidan sobre proyectos, investigaciones e iniciativas será única y exclusivamente el Consejo Rector de la propia institución”. Tal suposición contradice lo que se escribe apenas un par de líneas más arriba en la propuesta, a saber: “el Estado tendrá el deber de proteger los bienes culturales aunque estén en manos o en uso de administraciones o sujetos distintos del Ministerio”. Me cuesta entender cómo el Estado podrá seguir garantizando su labor de protección si es el Consejo de Gobierno de las entidades gestoras de los bienes el que decidirá sobre su destino, ya que los proyectos, investigaciones e iniciativas que atañen al patrimonio cultural no pueden separarse de las cuestiones relativas a su protección. Lo que parece erróneo en esta propuesta es el supuesto del que parten estas consideraciones, es decir, el deseo de incentivar el “beneficio en torno al patrimonio cultural” para que éste se convierta en una fuente de “renta económica”. Este verano, en las páginas de nuestro sitio, publicamos la traducción de un artículo de Anna Somers Cocks aparecido en The Art Newspaper, en el que la autora afirmaba claramente que “incluso los museos que funcionan perfectamente no obtienen beneficios” y “casi ninguna exposición los obtiene”. Pensemos en el Louvre, uno de los museos más citados por los partidarios de la intervención privada en la gestión de los museos: el presupuesto anual del museo francés, el más visitado del mundo, está cubierto en un 50% por la financiación estatal. Es cierto que un presupuesto del 50% procedente de fuentes de autofinanciación es una suma considerable (teniendo en cuenta que el presupuesto total asciende a unos 200 millones de euros): pero seguramente no es suficiente para que el Louvre obtenga beneficios. De hecho, en 2011, el Louvre había logrado unos ingresos de 94 millones de euros, a los que hay que añadir la dotación de 116 millones de euros del Estado francés para que el museo pueda hacer frente a sus gastos: en 2013, solo los gastos de personal ascendieron a 108 millones de euros.
Todo ello por una razón muy sencilla: la finalidad de un museo es conservar, valorizar y educar, es decir, hacer cultura y no lucrarse. Evidentemente, quienes idearon esta propuesta no se hicieron esta pregunta. Y para comprobarlo, basta con centrarse en sólo dos puntos de la propuesta (en aras de la brevedad, dejaré al lector la quizás ingrata tarea de reflexionar sobre los demás puntos de la propuesta). El primer punto: leemos en la propuesta que, tras el artículo 115 del Código, se inserta otro para prever la creación de “organismos de derecho privado, dotados de un presupuesto interno, destinados a mejorar la valorización y la eficacia económica de los sitios culturales que dichos organismos gestionarán”. También leemos que “el Ministerio interviene participando económicamente en proporción uno a uno a lo que la entidad declare trianualmente, tras una intervención económica inicial que decide el propio Ministerio”. Así que, traduciendo: el proyecto de ley prevé la creación de empresas privadas, que, sin embargo, obtienen una abundante financiación del Ministerio (en la proporción de uno a uno a lo que declare la entidad cada tres años, y además tras una intervención económica inicial que decide el propio Ministerio). En la última página de la propuesta, sin embargo, en lo que respecta a las recaudaciones, leemos que el proyecto de ley quiere modificar el artículo 110 del Código de la siguiente manera: “si estos institutos [lugares de cultura, ed], lugares o bienes individuales están bajo la dirección o gestión de un ente de derecho privado, las recaudaciones y los ingresos están en el presupuesto interno, es decir, se ingresan en los fondos de gestión del propio ente”. En resumen, se trata del habitual modelo empresarial a la italiana: privatización de los beneficios y socialización de las inversiones (y esperando que la entidad privada no tenga pérdidas, claro). ¿Es éste realmente el futuro que queremos para nuestro patrimonio cultural?
El segundo punto: el proyecto de ley pretende permitir que los particulares hagan lo que quieran con el patrimonio cultural. De hecho, la propuesta prevé la modificación del apartado 1 del artículo 48 de tal forma que se priva al Ministerio de “la facultad de autorizar el préstamo” de bienes para exposiciones y espectáculos, “salvo para aquellas obras cuya integridad material se vea gravemente comprometida por su traslado” (la nueva redacción del artículo prevé que “el préstamo de todas las obras públicas para exposiciones y espectáculos no esté sujeto a autorización ministerial”, con la excepción de “aquellas que el Ministerio considere, por protección o decoro, intransferibles o transferibles sólo previa autorización”). Y de nuevo, la propuesta prevé la supresión sustancial del artículo 21, que subordina al Ministerio la demolición de bienes culturales, su traslado y el desmembramiento de colecciones: de hecho, el traslado de bienes y el desmembramiento de colecciones quedarán suprimidos de la exigencia de autorización. El peligro de esta propuesta es evidente. En efecto, despeja el camino para el desplazamiento irresponsable de obras de arte (por ejemplo, si esta propuesta ya hubiera sido ley a estas alturas, la Venus de Sandro Botticelli podría haberse marchado tranquilamente a la Reggia di Venaria Reale, como se estaba debatiendo este verano) y da luz verde a la destrucción de colecciones posiblemente intactas y centenarias, porque si esta propuesta se aprueba, el Ministerio ya no podrá impedir su desmembramiento.
Y todo ello sin ningún beneficio objetivo para la colectividad. Por la forma en que se ha formulado, parece ser ante todo una propuesta ideológica. No es retirando bienes del cuidado del Ministerio como se estimulará la creación de empleo, la circulación de ideas para la reactivación de la cultura e incluso el retorno económico del patrimonio. Al contrario, se necesitan estrategias inteligentes para crear sinergias entre el Estado y los operadores privados: bastaría con que el Ministerio se pusiera en condiciones de invertir (en cambio, desde 2008 sólo hemos visto recortes que han reducido el presupuesto del Ministerio en más de 500 millones de euros). Repito: los particulares no son malos y su intervención es deseable y, hoy en día, incluso necesaria. Los particulares pueden aportar savia, pueden participar en el debate con nuevas ideas, pueden favorecer el nacimiento de círculos virtuosos, pueden promover la mejora de la calidad. Pero los problemas no se resuelven con una privatización salvaje, como la que la Fundación Magna Carta quiere hacer con el patrimonio cultural. Basta pensar qué ocurriría si este tipo de privatización se llevara a cabo en otros sectores vitales para la vida de todos nosotros, como la educación y la sanidad. Sin duda, cabe imaginar que no sería nada bueno. Y puedo asegurarles que tampoco sería bueno para el patrimonio cultural.
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