En los últimos días, uno de los poetas italianos más importantes de la actualidad, Valerio Magrelli, ha publicado un alarmante artículo sobre el creciente número de esculturas de arte contemporáneo hechas de todo tipo de materiales y con formas aleatorias y más o menos inútiles que se colocan ahora habitualmente en las calles y plazas de Roma. Un texto breve, comedido y elegante en el que el poeta romano cita la reseña realizada en 1962 por Giovanni Urbani sobre la exposición de Spoleto “Esculturas en la ciudad”, es decir, sobre el primer desembarco en una ciudad histórica italiana de la escultura contemporánea como mera decoración urbana. Una doble cita, en realidad, porque procede de un artículo en el que Federico Giannini citaba en “Finestre sull’Arte” una crítica amarga y profética que podría haberse escrito ayer y hablando de Roma, que se resume en el título que le había dado el propio Urbani, “L’estetica del catenaccio”. Al fin y al cabo, si hoy es fácil para cualquiera encontrar el texto de Magrelli en Internet, no ocurre lo mismo con el publicado por Urbani en “Il Punto”, revista romana dirigida por Vittorio Calef en la que escribieron, entre otros, Pasolini, Wilcock, Citati, Pandolfi y Castello, cerrada en 1965, poco después de la muerte de Enrico Mattei, que así lo había querido. Y es por esta razón, es decir, para hacerla fácilmente accesible, por lo que la vuelvo a publicar hoy en “Finestre sull’Arte”. Con una pequeña aclaración. Que en esa reseña Urbani se confirmaba una vez más no como alguien que se oponía ideológicamente a la modernidad, sino como alguien perfectamente consciente de que la razón principal de la conservación del arte del pasado, la obra sobre la que ha informado toda su vida, reside en verlo como lo que ante todo es: la raíz insuperable del arte actual, obviamente cuando es tal. Y sobre la capacidad de Urbani para juzgar el arte de hoy (esto es lo que él, significativamente, prefería llamar arte contemporáneo) hago dos cuentas personales. Uno, el afecto con el que Mario Schifano hablaba de Urbani cuando me contaba, todavía feliz y asombrado, la nota en la que, tras una de sus primeras exposiciones en Roma, Urbani le había escrito “le doy las gracias Maestro por reconciliarme con el arte de hoy”, añadiendo Mario; “usted me comprende, un muchacho, le doy las gracias Maestro...”. La otra es de principios de los noventa, cuando Urbani me aconsejó de nuevo que fuera a ver una exposición de un entonces jovencísimo Giuseppe Ducrot - “hace unas esculturas preciosas y dibuja de una manera extraordinaria”- que acababa de inaugurarse en Roma, en la galería de Carlo Virgilio. Lo que hice allí fue descubrir a otro joven que también era un gran artista y cuya profundidad es ahora reconocida por la crítica no tanto como italiana, sino como internacional.
Giovanni Urbani
La estética del cerrojo
(en “Il Punto” 14 de julio de 1962)
No cabe duda de que este año la auténtica novedad del Festival de Spoleto es la exposición “Esculturas en la ciudad”. Novedad no sólo para el Festival, sino también con respecto a la escultura en general y a ese tipo particular de ciudad. Sin duda, es la primera vez que se intenta una unión así entre lo “nuevo” y lo “viejo”, entre la más libre (quizá porque, hoy por hoy, también la más de las artes, y una realidad tan vinculante como es, o debería ser para toda persona civilizada, la intacta fisonomía histórico-artística de una ciudad antigua.
¿Ha tenido éxito el experimento? Los que dicen que sí y los que dicen que no: es decir, como en estos asuntos una opinión vale tanto como otra, y las disparidades sólo prueban un cierto movimiento de ideas y de interés, hay que concluir que sí, que ciertamente tuvo éxito. Las esculturas son las que son, pero en cualquier caso de los mejores escultores del mundo; hay muchas, lo cual, para una exposición, no es ciertamente malo; no contrastan en absoluto con el entorno, es decir, si no embellecen la ciudad, tampoco la desfiguran. Además, hay que reconocer a Giovanni Carandente el mérito de la organización, perfecta y a escala ciclópea; así como el de la disposición, extremadamente refinada en sus detalles y, salvo algunos errores, mantenida al filo de una gran sabiduría en la elección de los puntos de vista, en la dosificación de los efectos y en los no desagradables “effettacci”.
Así pues, si a alguien le disgusta invenciblemente la exposición (y yo me cuento entre ellos), no hay nada que hacer: debe resignarse a dejar su discrepancia sin motivo. A no ser que se vaya por un camino quizá demasiado estrecho para las buenas razones, pero lo suficientemente ancho para un hilo de pensamiento...
En primer lugar, ¿es entonces cierto que se trata de una exposición? Una estatua en una plaza o en una calle nunca está sola, sino que forma parte de un contexto en el que asume el papel preciso de monumento. Si no fuera así, y si esto no implicara para la obra de arte individual una estricta condición de pertenencia y casi de solidez orgánica al lugar arquitectónico en el que se instala, habría que hablar de Florencia, por ejemplo, o de Venecia, o de Roma como sedes de exposiciones gigantescas que tienen en su catálogo, entre otros, el David, el Colleoni, Marc’Aurelio, etc. El primer atropello al sentido común, ciertamente no muy grave, que tenemos que soportar en Spoleto, reside precisamente en el hecho de que aquí, unas noventa estatuas erigidas a la manera y en la condición de monumentos, no son monumentos sino piezas de una exposición. La cosa, repito, no es grave porque la exposición terminará tarde o temprano, y Spoleto volverá a su aspecto habitual. Pero supongamos que algún mecenas se enamora de la exposición, la compra en bloque y se la regala a la ciudad: Basta una irreflexión como ésta para que las piezas de la exposición se transformen en verdaderos monumentos, para que el juego se haga realidad y para que Spoleto, de ser una ciudad conocida por sus milenios de historia y su rostro tan móvil, pase a ser el lugar de la tierra donde, una buena mañana del 62, sus habitantes se despertaron con noventa monumentos más.
Pero mientras la exposición siga siendo una exposición, y además de éxito, ocupémonos de ésta e intentemos explicar por qué no nos gusta. En pocas palabras: no nos gusta precisamente porque tiene éxito; porque, de una ciudad noble y venerable, no esperábamos una abdicación tan fácil de su naturaleza de ciudad de funciones - por muy decorosas que sean, pero ciertamente un poco superficiales, o al menos en contraste con las que giran en torno al propio acto humano devivir- que se exigen a cualquier stand o pabellón de exposiciones. En resumen, es un triste hecho que la estética del tornillo, de la chatarra, del hierro oxidado y del objeto inútil es una sola, en sensibilidad y conciencia con temporal, con la forma en que consideramos una ciudad antigua.
Se dirá que plantear así el problema es injusto para la escultura actual, porque al afirmar que su estética es la del perno, etc., se emite implícitamente un juicio negativo que, en cambio, sería todo por demostrar. Puede que sea así, pero por mi parte, sigo estando tranquilamente convencido de que aunque no se aporte directamente a la escultura, este juicio se deriva legítimamente del hecho de que si un perno oxidado colocado como una estatua contra un muro medieval produce un efecto agradable, esto significa que para nuestra sensibilidad estética muro medieval y perno oxidado son la misma cosa. Ahora bien, teniendo en cuenta que una muralla medieval debería tener un significado algo más complejo que un perno oxidado, ¿a quién queremos hacer responsable de esta nivelación mutiladora, de esta pérdida absurda de sentido y de realidad: a la muralla medieval, o más bien a lo que nos impide ver una diferencia entre muralla y perno, es decir, a nuestro gusto, a nuestra educación estética y, en definitiva, a la escultura actual? Se podría añadir recordando que la escultura actual nos ha enseñado a disfrutar del famoso cerrojo en otra situación ambiental: al aire libre, entre las ramas de un jardín o al borde de un estanque. Ayudándonos así a realizar un nuevo vaciado de sentido y de realidad: con respecto no sólo a los cerrojos y a los muros, sino también a la naturaleza.
Por desgracia, la acusación que así lanzamos contra la escultura, en cierto modo, se vuelve contra nosotros, contra lo que habríamos creído más noble, elevado y digno en el sistema de valores acreditado por nuestra civilización. Me refiero a la defensa y preservación de lo que se denomina patrimonio histórico-artístico-natural. Es un hecho que educar el gusto para que ame los tornillos y, en consecuencia, educarlo para que aprecie los escenarios en los que mejor aparecen los tornillos (murallas, jardines y estanques medievales), significa también operar de la manera más eficaz y convincente -porque se basa precisamente en el terreno oscuro y fértil del gusto y de la moda- a favor del respeto a la historia, a la belleza artística y natural. ¿No es éste un programa sacrosanto, del que lo mejor de nuestra cultura ha hecho gala durante años en las rigurosas formas de los estudios históricos, la estética, la crítica e incluso la jurisprudencia? Pues bien, una exposición así concebida hace sin duda más por la conservación de una ciudad antigua como Spoleto (donde esta conservación debe nacer, es decir, en la conciencia de sus habitantes) que esos estudios y leyes. Sólo que, tómenlo o déjenlo: lo que se salvaguarda es la masiva estupidez del cerrojo oxidado, y lo que se salvaguarda no es la realidad esencial de lo antiguo o de la naturaleza, sino el vacío culto estetizante de sus desnudas apariencias. Por otra parte, si no salvaguardamos esas apariencias, ¿cómo podemos defender la realidad invisible y más sustancial que se esconde tras ellas? Y ¿estamos seguros de que aún podemos formarnos una idea de esta realidad que no esté en cierto modo determinada por el placer estético que nos procuran precisamente las apariencias?
Nos encontramos, pues, en una encrucijada: o aguantamos la estúpida belleza del cerrojo, o renunciamos a salvar la historia, el arte y la naturaleza. Quienes sientan la vergüenza de verse arrastrados a semejante dilema comprenderán también por qué uno no puede sino detestar la exitosa exposición de Spoleto.
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