El 18 de febrero se inaugurará felizmente en el Palazzo dei Diamanti la deseada exposición sobre el “Renacimiento en Ferrara”, donde las artes figurativas -especialmente las pinturas de los grandes maestros Lorenzo Costa y Ercole de’ Roberti- compondrán un mundo rico en cultura, extraordinariamente original en comparación con los esplendores coetáneos que otras ciudades-guía captaron durante la edad de oro de la historia italiana. Ferrara es, como siempre, cuna y radiante conmutadora de excelsas maravillas. El incomparable Palazzo dei Diamanti -el palacio más bello del mundo- ha preparado su propio y novedoso esquema de acogida e itinerarios, habiendo dotado a sus salas del equipamiento necesario, y oculto, de todo museo moderno.
En los nombres de los dos artistas que hemos mencionado, el arco temporal al que se dirige la exposición abarca la segunda mitad del siglo XV, con algunos atisbos de la centuria siguiente: los intensos estudios recogidos en el catálogo y la bibliografía que este evento pone a disposición del público dan más razones de la importancia esencial de la forja de Ferrara dentro de la complejidad de las relaciones figurativas, tanto italianas como europeas, que tocaron el peculiar espíritu de la animada capital del valle del Po dentro de los vastos fenómenos culturales y sociales de la época. No hay que perderse esta exposición.
Una cierta preparación que podríamos llamar aquí “de costumbres y personajes” puede introducirle en el escenario histórico, pero también de crónica, que rodea la obra de los creativos protagonistas. El marqués Nicolò III d’Este (1383 - 1441) ostentó la tradicional investidura pontificia de las tierras de Ferrara con rara habilidad política, pasando por complejos acontecimientos como el Cisma de Occidente, sirviendo después a Martín V, e incluso consiguiendo bajo el papa Condulmer (Eugenio IV, que era veneciano) mantener en manos papales el Polesine y el curso del Po di Maestra, cuyo control era económicamente codiciado y disputado entre Ferrara y la Serenísima. Dos fueron las actividades que más llamaron la atención de la imaginación popular sobre el orgulloso marqués: la construcción de un gran número de castillos, casi todos de vivos colores en el exterior, y la incansable producción de hijos, hasta el punto de que el dicho que aún hoy se recuerda dice “a este lado y al otro del Po, trescientos hijos de Nicolò”. Poco antes de su muerte, designó a un hijo espurio para sucederle, y el Papa Eugenio lo aceptó. Lionello era culto y bien educado, lingüista clásico, inclinado a la vida noble y a las artes; se relacionó con pintores venecianos, con el joven Mantegna, con Pisanello, con Leon Battista Alberti y con escultores de mérito. Gracias a él comenzó la temporada humanística, y a su temprana muerte (1450) Cosmè Tura, el primer gran maestro de Ferrara que trajo a Ferrara el eco de Piero della Francesca pero también la severidad imaginativa de las escuelas del norte, tenía veinte años.
A Lionello le sucedió su hermano Borso (1413-1471), también hijo ilegítimo, al que aceptó el Papa Nicolás V, y que optó por un tipo de vida equilibrado entre la visión de un retorno a la dinastía legítima, la paz respecto a las alianzas militares, y la acentuación casi fantasmagórica de las fiestas y ocasiones de placer, centradas en las famosas “delicias” que llegaron a ser numerosas, enriquecidas por las artes y los jardines, y jalonadas por juegos y recepciones de todo tipo. Borso nunca quiso casarse, amplió la ciudad y buscó el favor del pueblo por todos los medios: con su intervención llegó incluso a regular la tarifa de los servicios femeninos generalizados (“no más de quattrini quattro per dulcitudine”). Consolidó la posesión de los feudos imperiales de Módena y Reggio y se procuró signos del mayor prestigio, como la famosa Biblia, iluminada por Taddeo Crivelli y ayudas de 1455 a 1461 -el libro más bello del mundo-, que luego llevó a mostrar al Papa Pablo II, cuidándose mucho de traerla de vuelta. Poco antes de su muerte, el mismo Papa le concedió el título de duque: un gran golpe para toda la dinastía, en el contexto de la toma del poder por otro hijo del infatigable Nicolás III, que también había dejado una descendencia legítima en su varonil producción.
En el periodo del reinado de Borso, las artes se cultivaron ampliamente: la arquitectura para palacios y villas; la literatura con Guarino Veronese y Maria Matteo Boiardo; el teatro con la estrella emergente de Nicolò da Correggio (maestro de las delicias y amigo íntimo de Leonardo); la pintura con la presencia luminosa de Francesco del Cossa, el sereno Lorenzo Costa y el genio tumultuoso de Ercole de’ Roberti. Uno de los problemas de los maestros del color era su escasa remuneración, hasta el punto de que abandonaron Ferrara por Bolonia. Fue entonces el turno del nuevo duque, Ercole I (1431 - 1505) de tener de nuevo a de’ Roberti en la ciudad para abrir otra temporada de pintura rica en talento, y también para decidir la gloria urbanística de la Addizione Erculea gracias a la mente excelsa de Biagio Rossetti.
Antes de asistir idealmente al momento de los pintores fugitivos, conviene detenerse en el último fresco de la primera etapa de Ercole de’ Roberti, cuando el gallardo joven pintó el Mese di Settembre en Schifanoia (1470). Por lo tanto, debemos aconsejar al sabio visitante de la exposición que recoja culturalmente el disfrute de la cacareada “delicia” urbana para situarla correctamente en la continuidad de la fascinante expansión artística que tuvo lugar en el corazón de la estación renacentista de Ferrara. El “mes de septiembre” aparece como un trueno, un torbellino desconcertante que aúna mito y alquimia, simbolismo críptico y sensualidad en acción, ambiciones dinásticas y necesidades manufactureras; todo ello con el telón de fondo de una “ciudad naciente” y ardientes favores celestiales. Sobre el carro se alza Vulcano -mítico dios feo que se alimentaba de monos, pero necesario como artífice-, que aparece afeminado en la medida en que está inflamado de amor, y también se le ve como tal en el taller donde, con los sirvientes cíclopes, prepara las armas de Eneas. En el centro brilla el escudo del héroe troyano, con la loba lactante y los dos gemelos que iniciarán el linaje romano: una conexión de sangre para la familia Este, que tenía ambiciones elevadas. Y en el tálamo inferior, entre las rocas del usbergo estigmatizado, la acción de gracias de Venus a su despreciado esposo que vence por fin el “semper optatus amplexus”.
Todo es aquí anguloso cuando nuestro Hércules-pictórico se lanza a una disuelta contienda con el gran Cosmè, como último enredo en una atmósfera de disputa armígera que Boiardo planteaba por entonces en sus versos tímbricos.
Tras sus compromisos en Schifanoia, Francesco del Cossa se instaló definitivamente en Bolonia, donde encontró honores e importantes encargos, y donde murió a la edad de 42 años, en 1478. En la ciudad de Bolonia le siguió Ercole como fiel colega, que realizaría algunas obras maestras del más alto calibre: el Políptico Griffoni y, sobre todo, la asombrosa Capilla Garganelli de San Pedro, cuyo valor Miguel Ángel juzgó “igual al de media Roma”. En Bolonia, de’ Roberti adquirió seguridad en la composición, fortaleza tímbrica en sus colores y claridad general en la observancia clásica. Ya se perciben los caracteres en la impresionante predela del Políptico Griffoni (27,5 x 257 cm) donde la complejidad de la composición coloreada yuxtapone continuamente la arquitectura canónica y la poética de las ruinas en muchos planos, retorciendo las figuras en escorzos polémicos. De los muros de Garganelli, nos queda la inolvidable cabeza de la Magdalena llorosa, que por sí sola -para volver a referirnos a Buonarroti- nos eleva en plenitud sobre todo el universo del poema sagrado y perdido de Hércules.
En la última década de su vida, de’ Roberti regresó a la corte de los duques de Ferrara, y para la familia Este desempeñó diversas tareas, entre ellas la de hombre de confianza de la familia. También continuó pintando retratos y, sobre todo, temas religiosos. La exposición le sigue de cerca mientras él, que morirá sin haber cumplido aún los 50 años, recoge todas las experiencias de los grandes maestros de su siglo, llegando a una síntesis de profundidad meditativa y de relación íntima del fenómeno luz-color. De este modo, el predominio del límpido cielo veneciano se concilia con las experiencias atmosféricas ya indicadas por Leonardo, que aquí, en el húmedo valle del Po, se convierten en profundidades contemplativas y en motivo del equilibrio alcanzado: un reino casi inmutable del alma. La Adoración de los pastores, y el misticismo envolvente de la Visión de San Jerónimo con la Recepción de los estigmas de San Francisco, ambas ahora en Londres, deben sin duda leerse en este sentido. Por otra parte, la encantadora Madonna de Berlín puede seguir siendo una fuente, por sí misma, de inefable comunión espiritual con el observador de corazón claro. La elocuencia de Ercole de’ Roberti alcanza entonces la plenitud que toda la pintura de Ferrara del siglo XV había buscado febrilmente en líneas sólidas, extrovertidas y expansivas.
La personalidad de Lorenzo Costa (Ferrara, c. 1460 - Mantua, 1535) domina el Renacimiento del valle del Po en sentido amplio: inclinado a ser “siempre inquieto experimental” (Benati), se inicia en la pintura sobre los ejemplos cívicos de Cossa y de’ Roberti, pero pronto se marcha a Florencia y aquí absorbe la compostura y la claridad de Benozzo Gozzoli. Después, en 1483, se traslada a Bolonia, donde llega a gozar de la plena estima de la familia Bentivoglio, para la que trabaja durante mucho tiempo, equilibrándose entre la cortesana Francia y el infrenado Aspertini, pero permaneciendo atento a las conquistas venecianas y a la nueva magnífica manera del eje Florencia-Roma.
Una muestra de la versatilidad de Costa durante sus años en Bolonia, donde produciría una gama expresiva realmente notable, son los paneles mitológicos fechados hacia 1483 y dedicados a las hazañas de los Argonautas como relato escénico.
Lorenzo, que a la caída de la familia Bentivoglio (1506) se trasladó a Mantua por la insistente invitación de Isabel de Este Gonzaga, no fue, sin embargo, un artista vacilante o epígono, sino un hábil constructor de su propia personalidad en el campo de la pintura hasta el punto del desarrollo armónico en términos excelentes de su manera, como puede captarse plenamente en la exposición. Costa fue, pues, el verdadero heredero de Ercole de’ Roberti, dando a su lenguaje una “aceleración muy fuerte” y llevándolo al umbral de la modernidad.
Podemos recordar la plenitud del gran protagonista del Renacimiento de Ferrara en los lienzos del Studiolo de Isabella en Mantua, pero también en las otras pinturas móviles que le pidió un mecenas de alto rango, apuntando finalmente al retrato: un género que desafía a todo artista figurativo e impone un particular compromiso interpretativo. También aquí Nuestro Señor determina el éxito acercando claramente al retratado al cuadro visual, dotándolo de los atributos adecuados, pero regalándonos el doble espacio al aire libre donde conviven la penitencia elevadora a Dios y el soplo vivificante de la naturaleza.
Podemos concluir esta invitación con una vista del Palazzo dei Diamanti en la bella fotografía de Andrea Forlani, situándonos bajo la maravillosa franja de pilastras historiadas y el balcón de esquina aguda, verdadera invitación direccional hacia las delicias ducales y el mar abierto.
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