El primer impacto con Philippe Daverio y su Passepartout no solía ser de los más felices: de hecho, para muchos, su figura resultaba incluso repelente. No se puede negar que su presencia encarnaba los clichés clásicos del historiador del arte fijados en el imaginario común, pero es igualmente innegable que Daverio también se hizo un hueco gracias a su estudiadísima imagen: y la vestía a la perfección no sólo para crear su personaje fuera de las líneas, sino también porque la sentía suya. De ahí su imprescindible pajarita, las chaquetas a medida que se hacía confeccionar en Carrara,en elatelier Gazzillo, y siempre con tejidos reciclados encontrados en los llamados mercadillos vintage, y de nuevo sus gafas redondas, su pelo llevado hacia atrás. Un retrato que recuerda, aunque en tonos más histriónicos, a los retratos de principios del siglo XX del gran Julius von Schlosser, y Daverio probablemente lo conocía bien. En términos más cotidianos, el historiador del arte, como la inmensa mayoría de los transeúntes en hora punta, lo describiría en dos líneas.
Puede que su carácter no fuera la clave del éxito de Passepartout, pero sin duda era uno de sus ingredientes indispensables, porque era inmediatamente reconocible, querido por las amplias filas de sus fanáticos y a menudo soportado con esnobismo por sus numerosos detractores, que no dudaban en señalar algunas posturas controvertidas y cuestionables, No dudaban en señalar algunas de sus posturas controvertidas y discutibles, sobre todo la de la cantera de mármol de Carrara, o en recordarle algunos de sus deslices, o incluso en echarle en cara ciertas actitudes no precisamente conciliadoras, de hombre de temperamento difícil, que a veces incluso afloraban en los numerosos debates televisivos en los que participaba. El personaje, en definitiva, era divisivo, pero ante la evidencia de su programa, incluso los opositores más acérrimos están dispuestos a reconocer los méritos de un programa que ciertamente puede no haber gustado, pero que con la misma certeza rompió varias barreras.
La primera es la de la propia forma en que el arte está presente en la televisión, un medio que hasta no hace pocos años era contemplado con altiva condescendencia por casi toda la clase de historiadores del arte de formación académica (algunos de los cuales, sobre todo los más esnobs y a menudo más alejados de la realidad, despreciaban fuertemente a Daverio, sobre todo porque el popular divulgador no había seguido una carrera tradicional: había estudiado economía, sin licenciarse, y había entrado en el mundo del arte como galerista). Y pensar que el cuarto programa emitido en Italia por la RAI el primer día de programación, el 3 de enero de 1954, era precisamente un documental de arte, sobre Giambattista Tiepolo, que formaba parte de una serie, Le avventure dell’arte, que contó con la colaboración de importantes y autorizados estudiosos: el episodio sobre Tiepolo, por ejemplo, fue comisariado por Antonio Morassi. Sin embargo, apenas hubo desviaciones de un formato institucional y bien probado, el de la filmación en lugares de arte con la voz en off de un locutor profesional que lee textos preparados por una redacción, o por un gran nombre. El arte en televisión, aparte de apariciones esporádicas en revistas de viajes (me vienen a la mente Sereno Variabile, Odeon y Bellitalia), donde sin embargo solía ser el periodista, a lo sumo con un invitado, quien introducía el tema, nunca se ha desviado de esta línea. Ni siquiera Vittorio Sgarbi, el “crítico de arte televisivo” por excelencia, ha tenido nunca un programa de arte propio: él también empezó como invitado en un aglutinante, en su caso el Geo de Folco Quilici, y fue el primero en introducir el arte en grandes programas de audiencia nacional, pero nunca tuvo la suerte de dirigir un programa dedicado por entero a la historia del arte.
Philippe Daverio |
Daverio fue, por tanto, el primero en Italia en crear un programa de televisión con la presencia de un experto comentando las obras, en la línea de lo que ya ocurría en otros países desde hacía varios años: baste pensar en la exitosa serie de la BBC Art of the Western World, con un historiador, Michael Wood, y un historiador del arte, Simon Schama. Poco importa que Daverio no fuera historiador del arte, que no tuviera publicaciones académicas en su haber y que incluso hoy se le deba definir como divulgador más que como erudito. Había sido galerista y editor, tenía cultura y dominio de los temas que trataba, y su innegable experiencia en la materia le cualificaba. De hecho: tal vez el hecho de no formar parte de la academia contribuyó al éxito de sus emisiones, ya que el estilo era lo más alejado posible del academicismo. Daverio, por su parte, encandilaba a su audiencia con su tono coloquial, casi confidencial, marcado por su hablar pausado, su leve rota y su voz rasposa de fumador incorregible, que penetraba en los tímpanos de quien quisiera escucharle, con la mirada fija en la cámara. Y luego, era capaz de construir imágenes con atrevidas yuxtaposiciones a menudo incluso más allá de lo permisible, irónicas y bizarras que su mente paría constantemente, con un ingenio imaginativo del que muchos están excluidos. Por ejemplo, de un retrato rubensiano de María Serra Pallavicino pudo decir que “está colocada como una fresa en un pastel de nata”. De la Judith de Caravaggio, Daverio observó que la heroína “corta con asco la cabeza de Holofernes con la esperanza de no ensuciar su blusa”. O sobre las Historias de Isaac de Asís: “más que conocer al autor, me gustaría conocer el motivo o el mandante”. Y se podrían añadir cientos de otros ejemplos similares, vuelos de la fantasía, excentricidades variadas. Tono de aficionado, más que de erudito: y para la televisión, eso es una ventaja. Y nada nuevo para quienes ya estén familiarizados con los temas: pero tampoco es a los entendidos a quienes se dirige la divulgación.
Y de nuevo, otra novedad importante: la ambientación de los episodios sobre una base temática, a menudo facilitada por las exposiciones que Daverio visitaba de vez en cuando con su troupe. Passepartout no permanecía fijo en un lugar, sino que era capaz de espaciarse con enlaces que a menudo llevaban a su presentador de una parte a otra de Italia para contar una historia unificada. Y luego, la atención a obras erróneamente consideradas menores, la capacidad de considerar los objetos no como desligados de la historia, de la sociedad, del territorio, sino de contar el arte a través de sus contextos más que detenerse en las obras: y en la narración de Daverio, la obra era a menudo una especie de accesorio que servía para reforzar un discurso más general. Quizás la principal innovación de Passepartout residía precisamente en haber evitado hacer de las obras las protagonistas absolutas eclipsando el resto: los episodios de su programa eran ante todo la narración de pasajes de la historia, de la sociedad, de la economía. Y, paradójicamente, quizá fuera también el aspecto menos comprendido de su programa, ya que aún hoy hay quien considera erróneamente a Daverio una especie de abanderado de la belleza, papel que probablemente nunca pensó que llegaría a desempeñar (al contrario, señaló a menudo, en varias ocasiones, cómo en su opinión lo feo era la categoría estética más relevante para explicar diversas revoluciones de la historia del arte).
Por último, el europeísmo supremo que se filtraba de sus relatos: Daverio consideraba la historia de Italia como parte de una historia mucho más amplia. “Creo en la civilización europea porque es la civilización de la que surgimos”, decía en una entrevista, él que era italiano, milanés (y por tanto ciudadano de la ciudad más cosmopolita de Italia) y alsaciano (y por tanto francés y alemán), aunque poco entusiasmado por la Europa “del euro”, apoyaba más bien la idea de una Europa “de la cultura”, que llevaba invariablemente a sus programas de televisión, y no sólo cuando se le pedía que hablara directamente del tema, sino también cuando hablaba de obras de arte: una Europa fundada en una historia común (el ejemplo que solía dar era el de la lengua griega presente hoy en todas las lenguas europeas), culta, “integrada e integradora”, solidaria, capaz de garantizar los mismos derechos a todos sus pueblos.
Por aquel entonces,Passepartout no era nada revolucionario en términos de audiencia, ya que, incluso en el apogeo de su popularidad, luchaba por superar el 8% de “share” y, además, se emitía a horas que no eran nada populares (la una de la tarde de los domingos). Y después de diez años, se cerró sin posibilidad de reabrirse, a pesar del levantamiento de los seguidores del programa. Sin embargo, desde 2011, año del cierre de Passepartout, no ha habido nada parecido en televisión: quien quiera arte tiene que recurrir a los documentales, la mayoría de producción extranjera, que emite Rai5, tiene que recurrir al pago por visión de Sky Arte, o tiene que conformarse con los efectos especiales pop de Alberto Ángela y sus trasnochadas en los lugares más emblemáticos y conocidos. La popularización de Daverio ha quedado así confinada a las repeticiones de su programa o a los numerosos libros, que nunca han dado, ni siquiera a sus “fans”, la misma satisfacción que Passepartout: más allá de los errores (pero, de nuevo, ¿quién puede pretender estar exento?), a veces incluso flagrantes, los volúmenes carecen de la frescura de la emisión, de la informalidad y la franqueza del Daverio que saluda con su cara rubicunda en esos primeros planos que han contribuido a su popularidad, de la inmediatez de los textos que Daverio y su equipo prepararon específicamente para el tubo de rayos catódicos y que difícilmente habrían podido reproducirse en una versión impresa. Es pues en Passepartout, y en su capacidad de haber cambiado profundamente el arte en televisión, donde hay que encontrar la herencia más importante dejada por Philippe Daverio. Una herencia que, sin embargo, desde 2011, pocos parecen dispuestos a recoger.
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