La exposición inaugurada en Pisa, en el Palazzo dell’Opera del Duomo, el 15 de junio, representa en algunos aspectos una apuesta metodológica, o si se quiere, una tautología. Si de hecho hay un edificio que no espera a ser mostrado, porque incluso se exhibe a la vista de los numerosos turistas que deambulan por el césped de la llamada Piazza dei Miracoli, éste es precisamente el campanario de la catedral de Pisa. Una percepción directa de la arquitectura, que obviamente se ve superada por las mediadas, y convertidas en indirectas, por las ilustraciones de los periódicos, las páginas web y los cómics. Hace años, un cálculo nada aproximado precisaba que la Torre Inclinada figura entre los monumentos más populares y más buscados en la web, justo por debajo del Coliseo.
Además, el Campanile está singularmente desprovisto de obras de arte escondidas, de esos tesoros desconocidos ocultos por la oscuridad de las escaleras y las sacristías, como ocurre tan a menudo en palacios e iglesias. Incluso los numerosos capiteles de las columnas, todos hábilmente esculpidos (la Torre como una “columna hecha de columnas”, la llamó alguien), correrían el riesgo de decepcionar a los paladares más exigentes, porque son ahora fruto de sustituciones que comenzaron muy pronto, y terminaron en el siglo XIX, cuando hábiles artesanos retiraron los últimos capiteles dañados, para sustituirlos por copias, a veces fieles, generalmente fruto de generosas reinterpretaciones (pero los pocos que han sobrevivido, de Biduino, están presentes en la exposición).
El tema sobre el que trabajamos fue, por tanto, indirecto, es decir, relacionado no tanto con la Torre en sí (aunque es un tema que, sin embargo, se aborda, como veremos), sino sobre cómo fue percibida y representada. Un itinerario que parte de la primera imagen cierta del monumento, consistente en un dibujo sobre un pergamino donde se representaba claramente la Torre a la altura a la que la dejó su primer arquitecto en el siglo XII, confirmando cómo la interrupción de las obras fue auténtica y tal vez interpretada como definitiva, ya que la Torre se dotó de un gran tejado. Este es también el punto de partida de la exposición, porque es precisamente a la fascinante cuestión de la autografía de la Torre, recientemente restaurada a Bonanno Pisano por Giulia Ammannati, a la que el profesor de la Scuola Normale Superiore dedica una sección.
Si escrutáramos las representaciones de la Torre desde sus inicios, nos daríamos cuenta, y la exposición trata obviamente de dar cuenta de ello, de que a partir del siglo XIV (es decir, desde que la Torre fue terminada) durante mucho tiempo fue prácticamente imposible encontrar la Torre representada de forma aislada, siendo ilustrada, si acaso, de dos maneras distintas pero contiguas. Elevada y dominando la ciudad, hasta el punto de convertirse en su elemento más reconocible; inclinada pero junto al Duomo, para recordar su función esencialmente religiosa. Es el caso de la extraordinaria pintura sobre tabla de San Nicolás de Tolentino salvando a Pisa de la peste; o del diminuto pero fundamental grabado de un artista desconocido de principios del siglo XVI, donde la ciudad muestra las torres devastadas por los florentinos en 1509, pero con la Torre destacada en el centro, documentando, con su perfil indemne, su valor casi simbólico. Como en el dibujo de Giorgio Vasari para la Presa de Pisa en el Palazzo Vecchio, con la Torre como formidable elemento descriptivo de la ciudad.
Un bello lienzo del artista sienés Ventura Salimbeni de 1603, laAlegoría de Pisa, también nos muestra a una mujer morena con el rostro empañado por un velo de contenida tristeza, atenta a amamantar a sus hijos, mientras lainercia de las armas puestas a sus pies muestra cómo esa riqueza reencontrada era fruto de la Paz, y esa mujer vestida con los ropajes y los movimientos de la virtud cristiana de la Caridad, no era otra que Pisa, capaz por fin de alimentar a sus ciudadanos, gracias a la generosidad de quienes la habían convencido de deponer las armas. Porque en el fondo, pero en evidencia, la Torre y el Duomo, y el Vaso del Talento, constituían una sugerencia de lectura decisiva.
Incluso en el cambio de siglo, esta persistencia de una Torre que, como una figura retórica, alude al todo, fue bien adoptada por un pintor florentino que en sus años de juventud recorría muy a menudo las calles de Pisa: Benedetto Luti. La exposición presenta un bello lienzo temprano del pintor florentino, que se creía perdido y sólo hace unos años se encontró en una importante colección privada, intérprete de la furia abstracta de los intelectuales pro-pisanos, que entre los siglos XVII y XVIII insistían en la vaga idea de una patria republicana tan bella y perdida. En una vasta pintura expuesta por primera vez al público desde el siglo XVIII, que reproduce noblemente el Pathosformel habitual, representado en el pueblo vencido que honra la majestad del vencedor, los representantes de la isla de Mallorca rinden homenaje al vencedor, una mujer en un trono que, con una atrevida adición de imágenes, resulta ser, con la Torre al fondo, Pisa.
La Torre, por tanto, como pars pro toto, pero también como insignia de la ciudad. A finales del siglo XVIII, en el seno probablemente de aquel círculo arcádico de Pisa conocido por la militancia de auténticos intelectuales como Carlo Goldoni, pero también de un demi-monde cultural fácil para los juegos literarios, se desarrolló un sentido para el birignao intelectual que en Pisa condujo a un resultado muy fascinante. Aquella Guerra de Troya pintada a finales del siglo XVIII por Francesco Pascucci, pintor trotamundos y protagonista de un clasicismo menor no exento de referencias cultas, donde la ciudad asediada por los griegos quedaba sellada por altas murallas verticales, que nada tenían de aquellas esceas aunque medievales, no lo bastante altas como para no ocultar, con estudiada negligencia, la altísima presencia de la Torre Inclinada. Una Pisa transformada, pues, en la ciudad homérica.
Asimismo, la Torre se convirtió en símbolo e insignia de la tradición religiosa de la ciudad. En el cuadro de Giovanni Battista Tempesti, San Ranieri, patrón de la ciudad, reza con atribulada intensidad y como absorto en una conmoción no exenta de pulida elegancia dieciochesca, dejando espacio para que la Torre y el Duomo se abran a la derecha. En un cuadro anterior, probablemente de Domenico Piastrini de Pistoia, unos ángeles acompañan al patrón en la imploración a la Virgen de su protección sobre la ciudad, identificada, o más bien conducida, sobre una especie de bandeja decorada con una reproducción en miniatura de los edificios de la plaza del Duomo.
En el cuerpo de esta identificación de la Torre en su doble significación civil y religiosa, la exposición trata a continuación de dar cuenta de cómo, a partir del siglo XVIII, el edificio sufrió una profunda transformación representacional, que correspondió a un cambio de percepción, cuando la Torre comenzó a elidirse del resto de la plaza, como si se tratara de un edificio que se bastara a sí mismo. Se trataba básicamente, y esto no parece una paradoja, de una forma de monumentalización del Campanile, que parecía perder toda función religiosa y civil, para convertirse en un simulacro de una belleza audaz y rara, enriquecida por el encanto deslumbrante y complicado de su pendiente, que lo convertía en el monumento de sí mismo. Esta transición es particularmente apreciable gracias a la difusión de estampas, generalmente al aguafuerte, moduladas por la alternancia de ejemplares de asombrosa calidad (como los de Fambrini y Nascio), y otros en cambio de un gusto más corriente y de bajo coste. Con el detalle muy culto de un grabado de autor desconocido pero muy reproducido, en el que la Torre perdía incluso su aspecto cilíndrico y los planos columnarios se transformaban en muros completos, acercando la Torre no a un campanario, sino al famoso Settizonio de Roma: un monumento, pues, entre los monumentos.
Este proceso comenzó a desarrollarse en el siglo XVIII y no fue por casualidad, ya que la desacralización del edificio vino determinada por la necesidad de responder a la demanda cada vez mayor de un público fascinado y deseoso de convertir la Torre en la huella de una presencia, en un souvenir. La era del Grand Tour.
La demanda de milords y turistas con baedeker en mano marcó una profunda transformación de la percepción de la arquitectura: de Campanario, lugar de campanas, por tanto litúrgico, que marca el tiempo espiritual de una ciudad, a Torre. De Campanario, a Torre Inclinada. Al igual que en la novela de Franco Lucentini, Notizie dagli scavi, cuando “el profesor” se detiene por fin ante los restos de la villa de Adriano, en lugar de comprender su significado, se pierde en un tiempo carente de apoyo y de sentido, arrastrado por la confusa ola de las épocas y de la vida. Sólo que aquí el sinsentido adquiere muy a menudo el aspecto de un zumbido indistinto, de fondo.
De ahí la decisión de inaugurar la exposición con una sección que hace hincapié en la función primordial de la Torre, recuperando su identidad como lugar que marca el tiempo de la fe y de los fieles, comisariada por Francesca Barsotti.
No es casualidad, pues, que la Torre se haya convertido con el tiempo en el fetiche, o el emblema, de ciertos artistas acostumbrados a jugar con imágenes populares, a veces incluso deshilachadas por el constante consumo visual. La exposición documenta algunos ejemplos de ello, como la Torre sostenida por la cuchara (o la pluma) de Magritte, o el hombrecillo radiante de Haring, por no hablar de la auténtica pasión que los pintores futuristas sentían por la Torre. Igual de amplio ha sido el espacio dedicado al fenómeno, muy intenso incluso antes de la era selfie, de las fotografías, documentado aquí por bellas exposiciones en blanco y negro, en una sección comisariada por Manuel Rossi.
Sin embargo, aunque la exposición no se centra en las recientes obras de restauración (que necesitarían su propio evento), no podía dejar de mencionar los intentos que se han hecho desde el siglo XIX para frenar el aumento de la inclinación de la Torre, hasta las recientes intervenciones que la han hecho segura. Sin poder resistir la tentación de dedicar al menos un fragmento de la exposición a esa maravillosa y disparatada serie de propuestas de restauración llegadas de todo el mundo a las mesas de la Opera della Primaziale a partir de los años 70, que, si documentan cómo la imaginación del hombre puede ser estrafalaria, y presuntuosa, al menos en un caso fueron incluso fulminantes, porque aquel incierto y leve dibujo de una niña bengalí sugiriendo que había que salvar la Torre sin tocarla, sino removiendo la tierra de debajo de los cimientos, para reequilibrar su estructura, era, aunque de forma más articulada por supuesto, el corazón, hay que decirlo, de la solución luego adoptada y exitosa.
Y si la exposición comienza en las primeras salas con una sección dedicada a cómo los artistas vivos siguen midiéndose con el tema del Campanile (Bartolini, Barbieri, Lucchesi), es porque aún no ha dejado de decirnos algo nuevo. Que es, como sabemos, el estatuto más profundo de los clásicos.
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