Un relato impecable, el de la restauración de la Última Cena de Leonardo, que Silvia Cecchini ha publicado en las 333 páginas, un número fatídico, de su Building on Rubble, el mismo número de páginas que un libro muy comentado que salió hace unos años sobre la restauración del Moisés de Miguel Ángel. Citas refinadas, escritura en excelente italiano con extractos de textos en otros idiomas, aparato iconográfico impecable, etc. Un buen libro que sin duda le reportará al autor una cátedra como Ordinario en restauración obtenida con mérito, así que no una de esas ganadas por un juicio del Tar como ocurre en Italia, como en algunas Repúblicas Bananeras y en no muchos otros lugares del mundo.
Dicho esto, el libro de Cecchini, tal como está estructurado, parece muy interesante. Ciertamente por todo lo anterior, pero también por una razón, creo, bastante singular. En efecto, la autora parece distanciarse en su libro de la restauración como disciplina técnica, juzgándola un asunto acabado. Empezando por el título del libro, que no es, como podría pensarse, una cita de un verso romántico de Manzoni (“Dagli atrii muscosi, dai Fori cadenti”...) o de Foscolo (“Rapían gli amici una favilla al Sole”...), sino que procede de una canción de Francesco Guccini. Un título que recuerda al del volumen sobre la novela alemana de los años 50 publicado hace unos diez años por Maurizio Pirro, imagino que otro de los amigos que cita sin descanso por centenares en el libro. Pero volviendo a la desviación por parte de Cecchini de una parte conspicua de su trabajo sobre la restauración de la Última Cena hacia la historia cultural, hay que decir que el intento se llevó a cabo con una mezcla de inteligencia, erudición y competencia admirables. Menciono sólo, de pasada, su apertura al mundo germánico del psicoanálisis, la filosofía, la historia del arte: Freud, Simmel, Hoerth, Burckhardt y otros. Y subrayo también su acercamiento al Cine. Ėjzenštejn, por ejemplo, cuya admiración por Leonardo y su interés por el “montaje” de una película sobre la “Última Cena” realizada en 1934. por uno de sus brillantes alumnos, Constantine Pepinashvili.
Pero es con una larga reflexión sobre un texto de Walter Benjamin como Cecchini entra decididamente en la historia cultural. En efecto, cita un pasaje de los escritos del filósofo alemán en el que éste afirmaba que en 1927 Abel Gance había visto en el cine el instrumento de una futura resurrección de los muertos, Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, etc.; concluyendo, de nuevo Benjamin, que Gance invitaba así a la liquidación del valor tradicional del patrimonio cultural. Una cita insólita, como y de hecho lo es todo el libro. Pero un siglo antes Hegel ya había hablado, no de la liquidación del valor tradicional de la herencia cultural, sino directamente del fin de la historia. Un tema al que Alexandre Kojève había dado forma definitiva en las legendarias conferencias sobre la Fenomenología hegeliana del espíritu que pronunció entre 1933 y 1939 en la École pratique des Hautes Études de París.
Cecchini tampoco habla de restauración en su libro. Al contrario, a partir de la Última Cena, escribe una concisa, excéntrica e interesante historia de la restauración. Para las primeras intervenciones, retoma los insuperables cuatro volúmenes sobre Vinci publicados en 1810 por Giuseppe Bossi, los mismos que Skira reeditó merecidamente hace unos años, y luego pasa a relatar lo mucho que sucedió después. Sin embargo, se detiene en 1977, cuando Pinin Brambilla comenzó su restauración de la Última Cena, que duró 20 años. Es lamentable, porque Brambilla, también gracias a la dirección de obra de Carlo Bertelli y del Instituto Central de Restauración (Icr) entonces dirigido por Urbani, llevó a cabo una de las intervenciones estéticamente más cultas y conservadoramente inteligentes sobre la Última Cena de todo el siglo XX.
Repito, una especial historia de la restauración a partir de la Última Cena, la escrita por Cecchini, que comienza, por decirlo muy brevemente, con los restauradores lombardos-restauradores como Molteni, Pellicioli o Della Rotta, por citar sólo a los más conocidos que, sin embargo, utilizaron la muy agresiva sosa cáustica en los ríos para limpiar las pinturas, como quizá no sepa Cecchini, pero como en cambio es útil recordar. Restauradores que, en los años treinta, trabajaron con un gran superintendente, Ettore Modigliani, que fue apartado del Cenacolo a causa de las infames leyes raciales y sucedido por Guglielmo Pacchioni. A continuación, la historia del bombardeo de La Scala, la Sala delle Cariatidi del Palazzo Reale o la Galería durante la Segunda Guerra Mundial (falta, sin embargo, la Basílica de Sant’Ambrogio, sobre cuya restauración Davide Borsa ha escrito extensamente) y su renacimiento. Y de nuevo, en un largo capítulo, Cecchini relata los grandes méritos de otra superintendente, Fernanda Wittgens, colaboradora de Modigliani en los años treinta e injustamente poco conocida a pesar de haber desempeñado un papel decisivo en el renacimiento de Milán tras el final de la guerra. Y el autor recuerda también las tensas relaciones entre Brandi, es decir, el Icr, y Longhi, las que dejarían una sombra durante décadas no sólo en la restauración, sino también en la acción de protección en Italia, favoreciendo la formación de su actual y cada vez más grave atraso cultural. Y aquí cierro mi reseña del excelente libro de Cecchini con dos notas generales.
Uno de los méritos de Costruir su macerie (Construir sobre escombros ) es la riquísima presencia de personajes y noticias excéntricas en el Cenacolo por su extensión no sólo a la historia de la cultura, sino también a la historia política y civil milanesa e italiana entre el fascismo y el antifascismo. Pero los cientos y cientos de hechos y nombres dispares que cita el autor desorientan. Se convierten así en un punto crítico del libro porque son, al menos en mi opinión, demasiados. Un exceso de nombres, desde Sartre, pasando por Togliatti, Walt Whitman, Vittorini, Henry Miller, Banfi, Saitta, Albe Steiner, Fortini, la cárcel de San Vittore y hasta Walt Disney, que se refleja también en la bibliografía general de más de cuatrocientos títulos, algunos fundamentales, muchos medianamente últimos y muchos directamente inútiles por mediocres. En definitiva, una confusión que inevitablemente trae a la memoria la famosa sentencia de Talleyrand:"Tout cequi est excessif c’est sans importance".
Otro punto crítico es aquel en el que la historia de la cultura le coge la mano a Cecchini y le hace escribir cosas inexactas sobre esa cosa tan seria que es la conservación planificada, de la que todo el mundo habla, pero que nadie sabe realmente lo que es, pero que está siendo profusamente financiada para llevarla a cabo por un Ministerio cada vez más incapaz de distinguir el grano de la paja. En nuestro caso, Cecchini dijo que fue el resultado de las discusiones de principios de los años 50 sobre la Última Cena y afirmó que nació del deseo de Urbani de “abrir una vía que redujera al menos cuantitativamente la ’sombra histórica’ que las restauraciones filológicas brandianas (y croceanas) dejan sobre las obras”. Y es que (lo digo a lo grande), siguiendo el dictado entre historicismo y estética de Croce, se eliminan de las obras los repintes y cualquier otra manipulación no original, dejando como tales los huecos que antes se ’parcheaban’ con retoques. De este modo, se deconstruye la continuidad formal del texto figurativo original, acercándolo a la falta de forma del arte abstracto y, por tanto, al gusto de nuestro tiempo.
Sin embargo, este no es el caso. De hecho, la conservación planificada no tiene nada que ver con las “sombras históricas”. De hecho, es una “técnica” (Heidegger) que nació cuando la inundación de Florencia del 4 de noviembre de 1966 demostró dramáticamente cómo el formidable cambio socioeconómico que tuvo lugar en Italia después de la Segunda Guerra Mundial había producido rápidamente un grave problema medioambiental en el país. Uno que atacaba al patrimonio artístico en su totalidad, superando así de un plumazo cualquier problema de restauración crítico-estética brandiana de obras individuales, incluida su “sombra histórica”, obligando en cambio a las superintendencias a ocuparse del verdadero problema de la protección en Italia. Cómo salvaguardar la característica que hace que nuestro patrimonio histórico y artístico sea único en el mundo. Su indisolubilidad del entorno en el que se ha estratificado sin cesar a lo largo de los milenios. De ello se percató de inmediato el Icr, que hace honor a su cometido en virtud de la ley 1240/39, aún vigente en aquella época, como organismo encargado de “realizar investigaciones científicas encaminadas a perfeccionar y unificar sus métodos [y] estudiar los medios técnicos para la mejor conservación del patrimonio histórico-artístico nacional”. Para ello desarrolla una organización metodológica, es decir, una “técnica” (Heidegger), con la que puede conservar preventiva y programáticamente el patrimonio artístico en su totalidad y en la relación de esa totalidad con la totalidad del entorno.
La técnica que es la “conservación programada”. Es decir la técnica que tuvo su primera -y hasta ahora única- aplicación entre 1966 y 1967 en la Casa del Limón de Boboli realizada por el Instituto de Física Técnica de la Universidad de Roma apta para poder operar el Icr una deshumidificación muy lenta y programada de las tablas inundadas por el éxodo del río Arno. Una restauración que se llevó a cabo sin tocar las obras, sino simplemente evitando que la madera de las tablas, al encogerse demasiado deprisa, hiciera caer al suelo la película pictórica de los cuadros. Superando así de un plumazo la solución que la superintendencia florentina quería aplicar de retirar la película de las pinturas del soporte de madera y pegarla sobre un nuevo soporte de resina de poliéster, es decir, “transportar” las tablas. Esta intervención adolecía de graves defectos de conservación y de técnica artística.
Por último, para agradecer a Cecchini el regalo que nos ha hecho con este volumen suyo, le dejo una anécdota para el libro que escribirá sobre la historia de la Última Cena después de 1977. Hago una premisa. Giovanni Urbani consideraba a Giovanni Spadolini y Giulio Carlo Argan los principales artífices del enorme retraso cultural de la acción conservacionista en Italia. El florentino por haber fundado en 1975 un Ministerio de Bienes Culturales que retomaba el modelo de la Dirección General de Antigüedades y Bellas Artes fundada un siglo antes, en 1875, fundando así un Ministerio sin ninguna perspectiva de innovación y desarrollo. El segundo, el historiador del arte piamontés, por mantener obstinadamente viva la ley de protección 1089, es decir, una ley concebida para la arcaica Italia fascista de 1939 de la que está ausente cualquier indicación o incluso una simple insinuación de otras posibles formas de ejercer la protección además de la de las notificaciones, los apremios y cualquier otra cosa que sólo se mide negativamente. Herramientas ciertamente necesarias, pero sólo cuando se aplican en función de una finalidad conservadora o valorativa muy precisa a alcanzar en tiempos y modos definidos caso por caso. Y he aquí la anécdota.
Una mañana temprano me encontraba en el despacho de Urbani en el Icr. Suena el teléfono. Era Argan preguntando las razones del retraso en la restauración de la Última Cena. Urbani le explica las grandes dificultades que plantea esa intervención. Argan le responde: ’Tal vez sea necesario llevar a cabo investigaciones químicas más refinadas’. Y Urbani: ’Mire, profesor, si hiciéramos las investigaciones de las que usted habla, encontraríamos cientos de sustancias, colas, óvulos, aceites, resinas, colores, etc. aplicados al azar en las cien intervenciones que ha tenido el cuadro a lo largo de los siglos. Es decir, encontraríamos un tratado de “merceología”.
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