Un ensayo de Emanuele Pellegrini, de gran densidad y amplitud aunque el volumen sea de tamaño mediano, sitúa en el centro de una serie de investigaciones la realidad multiforme del cuaderno, lugar privilegiado donde se fijan de diversas formas observaciones vivas, ideas y recuerdos: un objeto físico que innumerables manos han empuñado para diferentes necesidades, y al que pertenece una gama de nombres que han adquirido diversos matices a lo largo del tiempo.
Siguiendo la estela de una investigación histórica atenta al valor antropológico del objeto y a su presencia constante en la cultura y en la vida cotidiana, Pellegrini recorre un camino que se articula en el tiempo y en la diversidad de situaciones, avanzando lentamente hacia el lenguaje figurativo y hacia la maqueta/cuaderno de viaje/cuaderno de bocetos, y, dentro de éste, hacia la relación cambiante entre el signo de la imagen y el signo de la escritura.
El tema, abordado por contribuciones de varias épocas puntualmente escrutadas, se investiga en sus múltiples ramificaciones, teniendo sin embargo un punto de partida cualificador en una selección de referencias léxicas pertinentes para Europa y la cuenca mediterránea, y en una revisión exhaustiva dedicada a las estructuras (el formato), los materiales (el soporte de los dibujos), las herramientas y los métodos de uso. Un aperçu que prepara para un estudio en profundidad de los primeros testimonios del Cuaderno como “coleccionista de ideas”, especialmente a partir del más famoso e investigado, el Libro de Villard de Honnecourt.
Algunos dibujos de Villard, estudiados por Pellegrini en la articulación del trazado, en la variedad de vistas, en la constatación de las culturas que transpiran, revelan diferentes modos de ver, de acoger y de atesorar, hasta el punto de prefigurar ese extraordinario método (practicado pero no teorizado) de ver para conocer, que tendrá en Leonardo al más convencido, obstinado y no siempre reconocido afirmador. Entre los artistas, algunos protagonistas aprovecharían la ocasión para manifestar su íntimo impulso creativo, otros, y Giorgio Vasari in primis, tenderían a comprimir el impulso inventivo e institucionalizar su uso hacia una disciplina orientada a la actividad operativa. Las aclaraciones dispersas por diversas partes del volumen ayudan a desentrañar nudos problemáticos ocultos en diseños aparentemente sencillos: como empezar a ver, en el perfil afilado del Cisne de Villard, no la silueta natural de la gran ave, sino la síntesis de su capacidad para moverse con plena maestría entre la tierra, el agua y el cielo; o captar, en la efigie que Holbein extrae de una escultura de Juana de Boulogne, duquesa de Berry, no tanto un retrato como la sugerencia de una belleza intangible aprisionada en la piedra.
Si el Livre de portraiture pertenece al ámbito del trabajo realizado en soledad, como soporte de una peregrinatio de la que sólo podemos vislumbrar la huella y las motivaciones, otras personalidades y otros Cuadernos revelan la presencia del artista en sociedad, y la aparición episódica de un compromiso de compartir, y por tanto dirigido no tanto a satisfacer las necesidades de la práctica, la reglamentación y la didáctica, sino más bien a la documentación y la libre investigación, siempre con la mirada puesta en la presencia de un público ideal. Pellegrini capta puntualmente el momento en que, entre finales del siglo XIV y la primera mitad del XV, “copia y creación, caras de una misma moneda, comienzan a coexistir y a mezclarse en las hojas en un proceso creciente de hibridación”.
Una personalidad dominante desde este punto de vista es Pisanello, en cuya vasta obra gráfica la observancia de la tradición y la invención son felizmente inseparables: desde las puntillosas visuales de los Ahorcados hasta las Cabezas de caballos con narices grabadas, en las que la observación meticulosa no excluye la delicadeza y las acrobacias inéditas del trazo. Un maestro que se sitúa como bisagra entre ciertas ejemplificaciones que el autor propone con lúcida elección: la peculiaridad del boceto, intervención fugaz e incisiva que debe distinguirse de la ejecución progresiva del dibujo a partir del modelo; la consolidación de una estilización gramatical, donde ciertos módulos como el “rostro cruzado” encuentran adecuado reconocimiento; luego el ámbito del estudio más profundo de la antigüedad: un fenómeno de tan vasto alcance, este último, como para extenderse a través de múltiples variantes hasta la edad moderna, y que, en su fase inicial, se resume emblemáticamente en el nombre de Ciriaco d’Ancona y sus Commentaria, perdidos en el original, pero afortunadamente conservados a través de fragmentos y copias parciales.
Entre los artistas, Pellegrini señala los casos ejemplares de Francesco di Giorgio y Giuliano da Sangallo, ambos arquitectos pero también “maestros” y hombres de cultura integrales, en cuyos folios crece la presencia de la palabra, confirmando una impronta erudita que, aunque basada en una tradición medieval se afirmó ampliamente entre los siglos XV y XVI, y que vería intensificarse la relación entre artistas, literatos y filósofos, promoviendo también un lenguaje peculiar que Pellegrini examina con atención, observando agudamente el surgimiento de una tendencia a la intervención crítica; frente a las colecciones de dibujos y bocetos proyectadas sobre todo hacia los talleres y la actividad artística, el cuaderno del siglo XVI mira más bien hacia un círculo de devotos de la investigación histórica y filológica, y de la literatura, entre los que crece la conciencia de la necesidad de conservación y recuperación; un camino que promueve formas innovadoras de coleccionismo: ya no sólo la colección de piedras preciosas, monedas y otras rarezas, sino el fragmento que estimula la búsqueda de la identificación de una figura, una historia o un objeto, y de su significado.
Con plena posesión del relato histórico-crítico, el autor empuja su investigación hacia quienes abordaron los problemas del lenguaje visual a través del medio verbal, identificando en Ghiberti la voz más representativa de un enfoque que describe y analiza la imagen utilizando sólo palabras. La atención prestada a los Commentari revela la expansión de una casuística en la que se manifiestan rasgos de equivalencia e incluso de apoyo mutuo entre lenguaje visual y lenguaje verbal: tanto si el Taccuino testimonia una aguda investigación experimental (el “librito” de Leonardo), como si prevalece la impronta diarística (los diarios de viaje de Durero o el relato íntimo teñido de inquietud del “libro mio” de Jacopo Pontormo).
Tras seguir un hilo cronológico general en la primera parte del texto, en la segunda Pellegrini desplaza su investigación hacia la Edad Moderna, centrándose en temas que adoptan la forma de una serie de ensayos breves. Ejemplo de ello es el cuaderno que, recuperando la antigua impronta didáctica y flanqueando las instancias de las Academias, estudia el lenguaje visual desde la perspectiva de la enseñanza: “de los confines del taller a un tratado técnico-normativo... para asociarse a su vez al florecimiento de coetáneos tratados teóricos”, o de la costilla del Taccuino, nace el Libro di modelli, fórmula que pierde la impronta personal de sus célebres predecesores y adquiere un marcado carácter institucional, valiéndose además del decisivo apoyo del grabado. La proyección hacia un público culto y exigente, que incluye ahora la figura delexperto, señala una producción cada vez más dilatada en tamaño y disposición sistemática, de Scamozzi a Inigo Jones pasando por Pirro Ligorio.
Sin embargo, esto no anula la tradición del cuaderno de artista, es decir, el manuscrito (más tarde libro impreso) que, aunque abierto a la enseñanza, establece un método legítimamente vinculado a un estilo personal. Es el caso de algunos legados célebres, como el Cuaderno de Rubens, que, aunque destruido por el fuego, sobrevive afortunadamente a través de fragmentos y copias; y de dos cuadernos pertenecientes a la obra de un maestro que fue alumno de Rubens, como Anton van Dyck: dos cuadernos (uno de dudosa autografía) que devuelven el discurso a la estructura original del cuaderno, es decir, a la dimensión portátil del mismo, y aquí el refinado análisis de Pellegrini se insinúa en las estratificaciones del signo y en el espesamiento de la tinta, reconstruyendo la redacción discontinua del autor, el plausible esquema original y la reanudación de memoria, a distancia de la obra que atrajo la atención del artista y dirigió sus digresiones.
Concluyendo y completando el breve repaso a las voces del norte de Europa, Pellegrini introduce la personalidad polifacética de Joshua Reynolds, activo como pintor y como teórico del arte, es decir, uno de los testigos más representativos de la cultura del siglo XVIII a escala europea. En los numerosos cuadernos de bocetos que se le atribuyen, y que han llegado hasta nosotros a través de un complicado proceso de conservación, la novedad, sin embargo, está representada por la interpretación gráfica de la que hace amplio uso el autor de los Discursos sobre el arte: cuanto más sintético e interpretativo sea el dibujo de reproducción, más válida e inédita será la esquematización que Reynolds extrae de él, y que valida su compromiso como comentarista y tratadista. Pellegrini extrajo algunas de las conclusiones más interesantes de esta extensión experimental del texto escrito que flanquea la imagen (la página en blanco atestigua a veces su ausencia explícita): “Es un momento importante para la historia de la crítica de arte y para la historia de la visión.... En efecto, fue precisamente la coexistencia de los lenguajes visual y verbal lo que hizo del cuaderno de notas del conocedor del siglo XIX una herramienta de trabajo insuperable”.
En contraste con el amplio espacio dedicado durante buena parte del volumen a cuadernos de diversos tipos en cuyas páginas los artistas depositaban el resultado de sus experiencias y trabajos, elexcursus de Pellegrini procede dando también cabida a quienes, careciendo de dotes naturales y de una educación en el análisis de la imagen, ilustraban sin embargo sus textos haciendo uso de la figuración: por elementales que sean las soluciones (cabe citar el ejemplo de la Roma paleocristiana descrito por Panvinio en la segunda mitad del siglo XVII), el apoyo de la imagen sigue resultando valioso, y a veces indispensable. Interpretando una casuística que incluye también una referencia a la ilustración científica, el autor reitera así la eficacia del “recurso sistemático a un doble binario lingüístico”.
Entre los siglos XVIII y XIX, dos grandes intelectuales, Diderot y Goethe, ambos comprometidos en el estudio y la reflexión sobre el arte, confirman un dualismo que se refleja en la crítica de arte contemporánea. La aportación del primero, presente activamente en los Salones, se expresa sobre todo a través de la palabra, mientras que el segundo se sirve del dibujo con habilidad y viva participación: aunque el ejercicio gráfico de Goethe se consigna en papeles sin encuadernar, Pellegrini observa con agudeza un procedimiento que, en asociación con el texto (véase el Viaje a Italia), refleja la estructura original del cuaderno del artista, objeto a mano en el que se vierten los movimientos, las pausas, las reflexiones y las adquisiciones del propietario.
Del Taccuino a la historia del arte: el conjunto realmente vasto de lecturas y estudios que impulsaron a Pellegrini a trabajar en los aspectos más íntimos de la elaboración artística (ejemplificado en la portada por un “tallerista” sentado en el suelo dibujando mientras apoya un cuaderno sobre una rodilla), el tratamiento se asoma a los inicios de la historia del arte moderno: Las refinadas investigaciones visuales de Ruskin, el uso pragmático del dibujo de Giovanni Morelli, la mezcla de boceto y palabra en el “taller” de Crowe-Cavalcaselle, que sigue sorprendiendo por su lucidez y eficacia, son algunos de los ejemplos sondeados por Pellegrini, que a menudo delatan la “inevitabilidad del dibujo”. Y sobre todo la irrupción de la fotografía y de la cámara: momentos que provocan reacciones reveladoras y que sólo concluyen provisionalmente el afilado camino trazado por La memoria in tasca.
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