Si entráramos hoy en cualquier librería, encontraríamos los empeños literarios de Stefano Guerrera (el de “Si los cuadros hablaran”, la página de Facebook en la que publica imágenes de obras de arte acompañadas de divertidos -o al menos pretendidos- pies de foto en dialecto romano) en la sección más adecuada para ellos: la de los cómic-demos, donde los títulos de Guerrera se encuentran en compañía de todos los demás volúmenes producidos por sus compañeros del fenómeno risueño de Facebook, esos que están tan de moda. Pero puedo asegurarles que cuando Guerrera aún era relativamente poco conocido (al menos fuera de la red o del círculo de sus seguidores), una vez vi por casualidad su primer libro en las estanterías de historia del arte. Así es: el librero había colocado a Guerrera junto a Panofsky y Gombrich. Y, para ser sincero, creo que también tenía razón.
Y no sólo porque el nombre vagamente español de este facebookista alegre y desenfadado suene mucho mejor que los nombres a los que están acostumbrados los que estudian historia del arte. Sino también porque, y quizás aún no nos hemos dado cuenta del todo, Stefano Guerrera es realmente un profundo genio de la historia del arte. Me di cuenta de esta verdad, que tendremos que aprender a aceptar, tras leer unaentrevista con la nueva lumbrera de la materia en una revista científica, concretamente GQ, en la que Guerrera nos iluminaba con los fundamentos de su método histórico-artístico. Intuyo significados que los expertos en arte, con su bagaje cultural y su método de análisis, son técnicamente incapaces de ver", articula el infalible Guerrera. Pienso en el pobre Warburg, que se había recorrido media América, comiendo, durmiendo y viviendo durante meses con los nativos, para entender cómo las imágenes (y sus significados) eran capaces de sobrevivir a lo largo de los siglos: le habría bastado con ponerse delante del Caballero del Gran Doménikos Theotokópoulos (es decir, El Greco) y hacerle pronunciar una frase como ’Juro que no soy maricón’ para intuir significados que él, como experto, ’técnicamente’ no podía ver. Y de nuevo, presionado por GQ sobre el punto de vista filológico de su método, Guerrera responde que ’para mí es fundamental indicar siempre el autor y el año de creación de la obra, de lo contrario es sólo un exabrupto hilarante que no deja nada que desear’. Eitelberger fuera de juego: la nueva frontera en el estudio filológico de las obras de arte es Stefano Guerrera. Basta con indicar autor y año para ofrecer una reconstrucción impecable y, sobre todo, para “dejar algo” al público bárbaro e inculto, que tras la publicación de los libros de Guerrera seguramente habrá asaltado los museos de toda Italia.
Entonces, ¿no podría resumirse adecuadamente la summa de Guerrera en una nueva y densa publicación? Evidentemente no, pero esta vez es diferente, y por eso hemos decidido cubrirla. Y es que, en su nuevo libro, Guerrera no se ha limitado a hacer lo que mejor sabe, que es dotar a los cuadros de pies de foto tontos. No: tal vez para no causar un choque irre parable a los lectores aún no acostumbrados a métodos tan modernos e innovadores, Guerrera ha querido entregarse a la anticuada y nefasta práctica de comentar las obras de arte. En su nuevo libro, titulado In che senso dieta (publicado por BUR - Biblioteca Universale Rizzoli, 14,90 euros, a la venta en las mejores librerías, también en línea: sí, un genio como Guerrera necesita urgentemente publicidad, y no le pedimos ni una lira), los cuadros cuidadosamente elegidos por el nuestro ya no sólo lucen el autor, el título y la fecha, sino que también están provistos de comentarios del más alto nivel. Sólo hay un pequeño e insignificante problema: los comentarios de Guerrera están repletos de burlas, incluso elementales. Pero sólo repletos. Intentando no perderme entre la avalancha de artistas de la época victoriana por los que Guerrera parece sentir predilección, quise leer algunos de los comentarios sobre obras de artistas con los que estoy más familiarizado. Antes de hacerlo, sin embargo, hojeé con cuidado las primeras y últimas páginas del libro, buscando el posible nombre de un historiador del arte (sí, de los de toda la vida, polvorientos e inútiles) que hubiera colaborado en los textos. Pero, por supuesto, no hay rastro de colaboradores: los comentarios parecen escritos de puño y letra de Guerrera, por lo que en esta ocasión también desempeña el papel de divulgador refinado.
Pero que la divulgación, tal y como la hemos entendido siempre, es algo anticuado queda patente en los garrafales errores que abundan en el libro, que, por otra parte, fue lanzado estratégicamente en vísperas de Navidad, como toda obra maestra de la literatura basura que se precie. Es inútil recurrir a un historiador del arte si “técnicamente no acierta” a comprender los significados profundos del texto figurativo, y también es inútil profundizar más si el objetivo del comentario es probablemente mitigar el alcance revolucionario del método de Guerrera: un vistazo a Wikipedia es más que suficiente para redactar comentarios serios. Como el que acompaña a una obra de Bronzino, el Retrato de Piero de’ Medici: sólo que Guerrera confunde clamorosamente a Piero di Cosimo, es decir, el padre del Magnífico y verdadero sujeto del retrato, con Piero di Lorenzo, que era en cambio el hijo del Magnífico (de hecho: en el comentario, Guerrera se preocupa incluso de subrayar que el Gottoso era el abuelo del que él cree que es el protagonista del cuadro). Y, sin embargo, adivinar el Piero correcto (había un 50% de posibilidades) ni siquiera era tan difícil, bastaba con leer mejor la Wikipedia. Pero evidentemente se trata de nimiedades, como trasladar a 1695 un cuadro atribuido al taller de Leonardo da Vinci (el Baco del Louvre), que en realidad fue realizado al menos ciento ochenta años antes. O cómo pensar que Carlo Dolci estuvo parado entre 1673 y 1675 debido a un “bloqueo del pintor” (el término que emplea Guerrera está tomado de Wikipedia, única fuente que utiliza esta expresión: probablemente la considera fiable sin necesidad de verificación por terceros... ¿será una práctica propia de su método?), cuando en realidad incluso durante ese trienio el artista siguió produciendo, aunque a un ritmo nada sostenido (quizá su autorretrato más famoso data de 1674).
Y se podría continuar con una referencia a una erudita conocida por cualquiera que haya abierto siquiera casualmente un libro de historia del arte, a saber, Mina Gregori, a la que Guerrera, para la ocasión empleado del registro civil, transforma en Milena Gregori, o con el análisis de un autorretrato de van Gogh, artista que según Guerrera "adoptaba siempre el mismo perfil: el de la oreja’: y al hacerlo, nuestro temerario divulgador improvisado expulsa del catálogo del artista holandés todos sus retratos con la oreja vendada. Una última perla: Guerrera descubre (¿o inventa?) un nuevo movimiento, desconocido hasta entonces, el Surrealismo flamenco del siglo XVI, del que el desinhibido comentarista apunta incluso una tradición, que en este caso comienza con el Bosco y continúa con Pieter Bruegel el Viejo.
Para abreviar, queridos lectores: ¿quieren regalar a su amigo o pariente un excelente libro de historia del arte? Vayan a la librería de su barrio, diríjanse al departamento de la basura donde inexplicablemente se ha incluido un volumen tan alejado de la berborrea y la divagación como En qué sentido de la dieta, olvídense de fenómenos pasajeros como A regà bongiorno de “er Faina”, y elijan a un autor más sincero, más humilde y menos construido, que no pretende ser un experto en una materia que desconoce por completo: Stefano Guerrera. Un narrador nada torpe y torpe de historias de arte en absoluto remendadas.
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