Los veinte primeros años de escultura en la Bienal de Venecia


Reseña del libro 'Sculpture at the Venice Biennale 1895-1914. Una presencia en la sombra" de Cristina Beltrami.

Desde hace más de una década, Cristina Beltrami, como muchos estudiosos que gravitan sobre la laguna, se ocupa de la historia de la Bienal de Venecia, centrando su atención en la compleja y no siempre lineal relación de las primeras ediciones con la escultura contemporánea: una cuestión difícil, que se persigue en los pliegues de las reseñas de la época -a menudo sólo unas líneas al margen de la crónica pictórica- combinada con una tenaz excavación en los archivos de la Asac de Marghera, tratando de suturar en un itinerario coherente una historia por lo demás fragmentaria que ha permanecido largo tiempo en la sombra. De este compromiso constante y paciente nace un volumen tan importante como La scultura alla Biennale di Venezia 1895-1914. Una presenza in ombra (La escultura en la Bienal de Venecia 1895-1914. Una presencia en la sombra), publicado por Zel Editions y destinado a permanecer como un punto de paso crucial para recuperar y revisitar una serie de historias detalladas que se han movido a través de la polifonía de episodios y propuestas que han caracterizado el evento desde el principio, a medida que los jardines de Castello se enriquecían con nuevos pabellones nacionales.

En efecto, Cristina Beltrami ha trazado con minuciosidad descriptiva, en una sucesión de amplios campos y nítidos enfoques, las presencias emergentes y los itinerarios que el visitante podía seguir de pabellón en pabellón, o de sala en sala, acompañada de un abundante material fotográfico que abre ulteriores perspectivas de reflexión. Evidentemente, no se trata, ni se pretendía, de una historia de la escultura de finales del siglo XIX y la primera década del XX.siglo XIX y la primera década del XX, sino una historia hecha de aceleraciones y recuperaciones tardías, de desencuentros y redescubrimientos que, a través del filtro ya metodológicamente probado de las historias de exposiciones, arroja una filigrana sobre problemas no sólo de orden formal, sino que al abordar la cuestión de fondo desde planos angulares arroja también una luz diferente sobre problemas formales, en los que los propios hechos de estilo son también portadores de temas ideológicos. El resultado es un panorama de las presencias internacionales que animaron las once primeras ediciones de la Bienal de Venecia, desde su debut en 1895 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. A través de este eje, el autor ha intentado releer la situación, el lenguaje y la percepción de la escultura, que ha permanecido olvidada en los estudios, pero que es un importante sismógrafo del gusto y de cuestiones identitarias más complejas. Es también una ocasión, por otra parte, para una útil revisión de los estudios, cuestionando la historiografía y la aparición de un interés específico en épocas posteriores: en Francia, los estudios sobre la “academia” se remontan a los años ochenta, mientras que en Italia se empezó a hablar de ella en los noventa, con un interés in crescendo que ha llevado a un aumento fundamental de este campo de estudio en los últimos diez o quince años. De hecho, hablar de la fortuna (o desgracia) de la escultura significa tener en cuenta tanto a los críticos como las exposiciones y el lugar que ocupa en los espacios de la propia exposición: En efecto, una cosa es reservar un espacio especial a la escultura, aclarando su carácter fronterizo con las artes aplicadas (como enseña el Victoria & Albert Museum de Londres) y otra muy distinta, como en Venecia, mezclar pintura y escultura de forma que se establezca un diálogo entre ambas, por mucho que la primera haya provocado la marginación de la segunda en los comentaristas del “Salón”. Además, la hipoteca que Baudelaire ponía a un arte primitivo, que no podía aspirar a la misma nobleza expresada por el dibujo y el color, resonaría durante mucho tiempo, aunque no se mencionara explícitamente.



Cristina Beltrami, Escultura en la Bienal de Venecia 1895-1914. Una presencia en la sombra
Cristina Beltrami, Escultura en la Bienal de Venecia 1895-1914. Una presencia en la sombra
El burgués de Calais de Rodin en la Bienal de 1901
Los burgueses de Calais de Rodin en la Bienal de 1901
Auguste Rodin, El burgués de Calais (1889; yeso, 215 x 265 x 202 cm; Venecia, Ca' Pesaro - Galería Internacional de Arte Moderno)
Auguste Rodin, El burgués de Calais (1889; yeso, 215 x 265 x 202 cm; Venecia, Ca’ Pesaro - Galería Internacional de Arte Moderno)

Hay varias maneras de recorrer este libro: se puede seguir la fisonomía de cada acontecimiento individual, paso a paso, en su dislocación espacial, imaginando lo que el visitante podría encontrar y recordando los comentarios de vez en cuando; o se pueden sacar a la luz ciertos temas subyacentes que corren de una edición a otra, y de los que el rico aparato iconográfico da una confirmación implícita.

El primero, y quizá el más importante, es el recuento de presencias y ausencias, entre artistas aclamados hoy más allá de toda expectativa imaginable y otros que, en cambio, permanecerán al margen del acontecimiento durante mucho tiempo. En este sentido, llama la atención el caso de Medardo Rosso, que sólo llegó a la Bienal con más de 50 años, en 1914, con una selección antológica de obras que datan de mucho antes de que naciera este evento: un homenaje obediente y necesario, como reconocería puntualmente Margherita Sarfatti, pero igual de imperdonablemente tardío, como señalaría Ugo Ojetti, y en estridente comparación con la imponencia viril y tetrágona de Ivan Mestrovic, que dominó aquella edición encarnando un espíritu monumental y wagneriano, o con la opción de Bourdelle, uno de los protagonistas de la escena francesa, tan crucial como descuidada en Venecia. Hasta ese momento, en efecto, para el perfil de la escultura internacional devuelto por los pabellones de la laguna, la opción pictórica y vibrante de Rosso no había tenido derecho de ciudadanía (pero compensado por una adquisición conspicua para Ca’ Pesaro), salvo quizá para refluir en una versión domesticada y apaciguada a través de las opciones de Scapigliate.

No pocas veces, en efecto, las novedades más disruptivas llegaron a las salas de la Bienal a través de las reelaboraciones de los epígonos, por delante de la presentación de los grandes maestros internacionales. Es el caso emblemático de la obra de Auguste Rodin, para la que Fradeletto habría hecho falsos papeles desde el principio, y de la que se pudieron ver cinco cruciales vaciados en yeso en la segunda Bienal de 1897, pero que sólo tendría un efecto verdaderamente detonante en 1901, cuando llegó a la cuarta Exposición Internacional de Arte una versión en yeso de los Burgueses de Calais, en aquella ocasión adquirida por Cà Pesaro. Pero la “función Rodin”, en esas fechas, ya era moneda circulante, y los propios escultores italianos -como demostró Flavio Fergonzi en su ensayo-guía sobre el tema- habían podido inspirarse en motivos y modelos de Rodin que circulaban de diversas maneras. Y en la propia Venecia, a lo largo de los años, se habían producido reverberaciones de esa lección, como preparando el terreno para la llegada del maestro, a través de las declinaciones ofrecidas por intérpretes que ya habían asumido ese modelo retórico. Sin embargo, si intentamos ponernos unas gafas para ver las cosas con el ojo de la época, son las exposiciones de Pietro Canonica las que se imponen, la retrospectiva de Trentacoste en las postrimerías de este periodo, y las presencias regionales de Francesco Jerace a Carlo Ciusa; mientras que el tema de la metamorfosis del gusto, no exento de polémica, es Leonardo Bistolfi, protagonista de una sala personal en la sexta bienal de 1905 con el monumental altorrelieve de La Cruz, pero presencia constante en todas las ediciones.

Sala de Leonardo Bistolfi en la Bienal de 1905
Sala de Leonardo Bistolfi en la Bienal de 1905
Pietro Canonica, Sueño de primavera (1898; mármol, altura 62 cm; Trieste, Museo Revoltella - Galleria d'Arte Moderna)
Pietro Canonica, Sueño de primavera (1898; mármol, altura 62 cm; Trieste, Museo Revoltella - Galleria d’Arte Moderna)
El esgrimista Hugo Lederer en una foto de época
El esgrimista Hugo Lederer en una foto de época
La leona africana de Diego Sarti en una foto de época
La leona africana de Diego Sarti en una foto de época

El libro aborda una época compleja en la que la escultura busca un lenguaje internacional, pero al mismo tiempo intenta mediar las modas foráneas con la tradición. En escultura, más que en pintura, la perpetuación de patrones formales, iconográficos y estilísticos es difícil de morir, y se alternan modos derivados de la escultura del siglo XVI -pero que ya empujan hacia los siglos siguientes-, formas más o menos exasperadas del Miguelangelismo (a veces de manual, como el Descanso de Hércules de Emilio Quadrelli en la 3ª bienal); y, por último, herencias de la gracia diáfana del siglo XV. Todo se mezcla en un eclecticismo que se mide con lo extranjero, y que oscila entre el simbolismo florido y el realismo más o menos crudo, según lo mucho que ejemplifiquen lo real. Prueba de ello es el tema del retrato, desde el busto barroco al neorrenacentista (ejemplar es el Sueño de primavera de Canonica, que desde la tercera exposición forma parte de la colección del Museo Revoltella de Trieste), pero más aún es en el desnudo donde se mide la dialéctica entre la renovación de los lenguajes y la persistencia de los modelos: una vez liberados de los disfraces religiosos o mitológicos, y una vez limada la erotización de esos temas, queda algo de los antiguos maestros, lo que abre la vía a un enfoque anecdótico en el que el desnudo no se justificaría fuera del ámbito de la escultura. ¿Por qué, por ejemplo, el joven delAccidente de Hannibal De Lotto, o el Schermidore de Hugo Lederer, o más aún el Tatuaje de Urbano Nono, están desnudos, si no es para ofrecer una prueba de bravura en la representación anatómica de la figura de pie o en movimiento, entre complexiones hipertróficas y músculos calcados de los reales, y para volver a conectar con la alta vía de la estatuaria antigua? En efecto, los términos de gracia y clasicismo están muy presentes en las palabras de los intérpretes, del mismo modo que resulta problemático el giro muscular de los cuerpos y la consiguiente relación con la desnudez heroica. Paradójicamente, la pista ofrecida por los escultores “animalier” italianos e internacionales sugiere una vía alternativa a la relación con la realidad, y con la adaptación abstraccionista y modernista, con la libertad que ofrece situarse a medio camino entre la estatua y el objeto de decoración, menos atenazados por las convenciones y disponibles a ciertas ráfagas de inspiración: un zoo en el que encontraron su lugar la leona africana de Diego Sarti (en 1897), la nutria de August Gaul en la sexta edición (1905), o el pelícano de Franz Barwig y las selvas de Carl Millés (1907), hasta los monos de Imre Simay (1909).

Además, en la Bienal, todo el abanico de posibles destinos de la escultura, del monumento al objeto decorativo, se cuadró de inmediato, con una recaída en las técnicas y el valor simbólico del material de partida: si el bronce y los pequeños bronces dialogaron con las medallas, en una larga tradición de antiguos temas de coleccionismo humanístico, y si al mármol no le faltó su austera e impenetrable blancura, fue el yeso el verdadero protagonista de buena parte de la escultura de la Bienal, con una casuística que iba del boceto a la escultura a gran escala. En esta última, pues, se jugó otra partida estratégica: no faltaron obras que esperaban, tras su paso por Venecia, ser traducidas a un material más duradero, con una escisión crucial entre el momento de la invención plástica y el de su traducción definitiva al mármol o al bronce (o a ambos a veces); pero de los salones de la Bienal también pasaron los vaciados en yeso de esculturas que ya habían ya habían sido colocadas en contextos monumentales, o estaban a punto de serlo, como una verdadera anticipación, ofreciendo un muestrario, o quizá un diagrama de múltiples fortunas iconográficas, desde el sempiterno mito de Dante (desde el boceto de Paolo Troubetzskoy en 1897 y Alfonzo Canciani en 1899, hasta la Farinata de Carlo Fontana en 1903) hasta los héroes de la Roma antigua o de lamoderna(Il conquistatore de Davide Calandra también en 1903), a la conmemoración de contemporáneos y al caleidoscopio de modos narrativos y alegóricos del arte funerario. Las “dificultades de la escultura” que acompañarían a todo el siglo XX ya estaban ahí.


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