Consideraba que la arquitectura era el “punto ciego” de Estados Unidos. Ese punto que se desplaza por la retina y se convierte en una perturbación que impedía a sus compatriotas ver lo importante que podía ser la arquitectura en el desarrollo de una sociedad democrática. Para Frank Lloyd Wright, ésa era la carcoma que debía impulsar al hombre del siglo XX (pero si estuviera vivo, diría lo mismo al estadounidense de hoy) a comprender las leyes que rigen la vida colectiva y la forma de habitar la tierra tomándolas del orden natural. Aún hoy, su profecía de una arquitectura “orgánica”, es decir, concebida sobre la simbiosis entre el espacio humano y la naturaleza, no parece ser bien comprendida por nuestras sociedades, que sin embargo gastan un capital y una energía considerables en ecología y protección del medio ambiente. La arquitectura orgánica no es una forma de ecologismo o romanticismo, en su forma es algo análogo a la antropometría en la que los griegos y otras culturas basaban su arte de construir. Wright también utiliza una metáfora relacionada con la estructura del cuerpo humano, y en un intento de explicar a qué se refiere cuando habla de patrón natural, afirma que "es la estructura ósea la que está hecha según el patrón de la cara. El rostro no es el resultado de la estructura ósea, es la estructura que se deriva del patrón del rostro. De este modo, la estructura puede formar un patrón. El patrón es la idea de la forma, y es así tanto en la naturaleza como en la arquitectura“. Este fitomorfismo que comunica las leyes de la naturaleza a la estructura arquitectónica significa que The Illinois, el rascacielos de una milla de altura, adopta la forma estructural de un árbol. Pero Wright lo considera una especie de ”ornamento total“, porque la propia naturaleza ”construye continuamente patrones". Una vez más, Wright pone en tela de juicio la distinción académica que había predominado en el siglo XIX entre arquitectos e ingenieros, según la cual los primeros se ocupan del exterior decorativo y los segundos del componente tecnológico (se da a entender que los ingenieros se ocupan de lo básico, mientras que el arquitecto es una especie de diseñador de papeles pintados). Pero debe quedar claro, señala Wright, que no es el patrón de un edificio, su armazón, lo que determina la cara, sino que es la estructura lo que se deriva del patrón de la cara. Ya no existe una distinción real entre forma y contenido, y ésta es la visión más anticlásica imaginable en aquella época.
Dictadura de las máquinas, congestión de las ciudades, atraso conceptual que sigue considerando la construcción a partir de esquemas decimonónicos que piensan en el exterior, en las fachadas, antes de haber organizado el espacio interior respondiendo a las necesidades de quienes tienen que vivir en él: la grandeza que ha furorizado y caracterizado el paisaje urbano de este largo comienzo del siglo XXI, ha sido precisamente ésta. Una cultura del contenedor sobredimensionado que ha aplastado con su gigantismo todo pensamiento crítico del hombre común, violando en cierto modo la correspondencia que Wright establecía entre arquitectura y democracia. El cambio de perspectiva consiste en abandonar la idea de la caja llena de tantas cosas inútiles que nos separan de nuestra relación con el paisaje, con el descubrimiento de un espacio fluido donde ya no hay separación entre interior y exterior y todo fluye libremente, creando un nuevo orden de belleza. Esto es posible, afirmaba Wright, porque el hierro y el cristal nos permiten superar el límite del muro que impide esa comunicación vital entre el espacio privado y el entorno en el que se encuentra. La arquitectura orgánica, en definitiva, es esa continuidad que libera al hombre, pero también al lugar en el que vive, de toda atadura autoritaria. Uno y otro se complementan, hasta el punto de que el sacrificio de uno hiere también al otro. He aquí la nueva ética de la construcción. Una ética sistemáticamente violada, sin embargo, cada día por el sector inmobiliario contemporáneo.
El arquitecto Carlo Nardi acaba de publicar un errático ensayo en busca del hilo de Ariadna que pueda explicar lo que él llama La crisis del profeta (Quodlibet, páginas 180, euro 20). El profeta, por supuesto, es Wright y el “punto de inflexión” tiene lugar entre 1909 y 1910, cuando, recién pasados los cuarenta años, el Maestro abandona América y su familia (mujer y seis hijos), su casa y su estudio en Oak Park, en las afueras de Chicago, teniendo en su haber varios edificios que serían suficientes, como unvarios edificios que bastarían, como escribe Nardi, para reservarle un lugar en la historia de la arquitectura americana; se dirige a Italia y decide instalarse entre Fiesole y Florencia, en la cuna de su enemigo, el Renacimiento, que ve como laapoteosis del academicismo - Zevi había asimilado de los grandes americanos una cultura de anticlasicismo, de rechazo de la simetría y de un orden abstracto correspondiente a la armonía clásica, y partiendo de este “odio” estético, después de la guerra, había difundido el verbo wrightiano en Italia -; con esta elección valiente, y arriesgada, quería superar la apatía en la que había caído mientras practicaba con éxito su arte.
Wright no era de los que se conforman. Sabía que era un genio, pero sobre todo sentía su vocación, su investidura superior. Él“, escribe Nardi, ”procede por crecimiento en su evolución artística y cada avance conserva el camino recorrido". Si dijéramos que Wright, cada vez que añade una nueva experiencia o un conocimiento adquirido sobre el terreno, no hace más que componer un retrato más preciso de sí mismo, podríamos pensar que se trata de una variante del self-made man, pero sólo nos detendríamos en la superficie porque la “profecía”, la que Edoardo Persico expuso en su famosa conferencia, es más que una utopía, que tal vez podría haber sido bastante cartesiana para el teórico modernista Le Corbusier, pero Wright pertenecía a una estirpe americana que tenía entre sus ’padres’ a Emerson y Whitman, para quienes la naturaleza salvaje -que Nardi recuerda con acierto- no es la naturaleza civilizada, sino la naturaleza salvaje que sigue siendo el código genético de los pioneros americanos. Buena naturaleza, ciertamente, capaz de enormes energías, inocente incluso en su propia fuerza arrolladora, pero no bondadosa como parecen pensar hoy muchos que no tienen el mismo nervio que el capitán Ahab que se enfrenta a Moby Dick sabiendo que debe acertar con esa fuerza ciega porque esa es la tarea de los héroes que cambian una época. Wright, observa Nardi, podría encajar precisamente en los héroes que Thomas Carlyle retrata en su libro homónimo, Dante entre ellos, y el héroe precisamente “es aquel que dirige el mundo de su tiempo, capaz de hazañas gigantescas”.
La megalomanía wrightiana es fruto de un orgullo ante el que sólo hay que admitir que podía permitírselo: ’No le interesaba ver a los demás’. Típico de los genios, que luego se convierten en héroes si confirman las expectativas. Nardi evoca a Melville, pero ve en Hugo, en la célebre antítesis ceci tuera cela en Notre-Dame de Paris, el testimonio apocalíptico desmentido por la elección de Wright al trono de ’arquitecto genial’ del siglo XX. Wright no creía que la imprenta acabaría con la arquitectura, sino todo lo contrario; él mismo era un gran lector y fue durante los años de su viaje a Italia cuando abordó un proyecto editorial que era casi un monumento bibliográfico a su genio: el Portfolio Wasmuth, publicado en Berlín en 1910, compuesto por cien planchas litográficas que reunían el catálogo de sus principales obras hasta ese momento. Wright pretendía así probar su propia predestinación que le investía con la tarea de revelar a los estadounidenses que se estaba produciendo una revolución y que él era su palabra. Así, explicó a un entrevistador que había tomado prestado el nombre de las Casas Usonianas de Samuel Butler, quien había argumentado que el pueblo estadounidense no tenía un nombre para su país y proponía llamarse a sí mismos usonianos y usonianos. Siempre hay un valor fundacional en la experiencia de Wright, algo bautismal en el sentido bíblico. Sólo queda para el recuerdo la fatalidad de un destino demasiado deseoso de convertirse en mito cuando un incendio destruyó unos años más tarde la primera Taliesin y la mayoría de los ejemplares de la Cartera.
El autor del ensayo persigue las débiles huellas de una verdad escrita, por así decirlo, entre las líneas de la biografía de Wright; intenta hacer hablar a Wright, con la esperanza de que se traicione a sí mismo y confiese las razones que le llevaron a aquella estancia en la patria de lo que sentía como humo en los ojos: “¿Palladio? ¿Bramante? ¿Sansovino? Escultores... ¡todos ellos! Aquí está ahora, en cambio, Frank Lloyd Wright, el tejedor”. El clasicismo era, desde ese punto de vista, veneno: sin embargo, Nardi nos invita a seguir el entretejido subcutáneo que hace que los maestros de los siglos XV y XVI y el arquitecto americano sean “ocultamente similares”. Hay que tener menos prejuicios: “proporción y armonía, belleza diría Wright”. Nardi acababa de observar que el principio del siglo XX en el que Wright busca su Thule aún no había sido estudiado por historiadores como Ackerman y Wittkover, por lo que no sería descabellado afirmar que “al hablar del Renacimiento, Wright y sus colegas tenían más en mente las posteriores reelaboraciones neoclásicas y Beaux-Arts”, y no tanto a los maestros del Quattro-Cinquecento italiano. Sin embargo, había dado nombres: Palladio, Bramante, Sansovino, y los había comparado con escultores. ¿Era éste el destino de la arquitectura europea? Después de todo, ¿quién no ha pensado al menos una vez que Le Corbusier era un arquitecto-escultor (desde que concibió la Villa Savoye como un sólido paralelepípedo semisuspendido sobre el vacío, rodeándolo en un espacio verde en lo alto de una colina parisina).
Nardi siempre se toma con humor las declaraciones de Wright, que sopesaba cada palabra incluso cuando mentía. En cualquier caso, el rápido retrato que el autor nos ofrece del gran arquitecto es el de alguien que siempre se guarda a su interlocutor en el bolsillo, y rápidamente queda claro que nadie conseguirá jamás que diga nada que él no haya decidido ya decir. Tener confianza en uno mismo: un imperativo tomado prestado de Ralph Waldo Emerson, que escribió en Self-Reliance: “Creer en tu propio pensamiento, creer que lo que es verdad para ti, en tu corazón, es verdad para todos los hombres, eso es genialidad”. Wright lo suscribe. Y desconfía de quienes dan demasiada importancia a la educación, él que no fue licenciado universitario. Es una filosofía muy americana, pionera, frente a la filosofía europea de la duda, del escepticismo, de probar cada vez una tradición para confirmarse, aunque innovándola.
En 1909, cuando se marchó de América a Italia, Wright estaba al límite. En su autobiografía, confiesa: “Cansado, estaba perdiendo mi capacidad de trabajo e incluso mi interés por mi trabajo...” Este bajón moral tiene implicaciones psicológicas que le obligan a dar la vuelta a la tortilla. Tiene más de cuarenta años y se da cuenta de que lo que ha trabajado no basta para garantizarle ese lugar en la historia que corresponde a los profetas. Desde un punto de vista psicológico, aunque por razones diferentes, es un camino que también marcó la existencia de otro gran arquitecto americano con el que se le suele comparar (inmerecidamente en mi opinión), Frank O. Gehry, que buscó ayuda en el psicoanálisis y luego cambió radicalmente su enfoque de la arquitectura, redescubriendo su propia condición, lo que también fue profético a su manera.
En Fiesole, señala Nardi, muchas ramificaciones, incluidas las de diseño, conducen a Taliesin: “La casa de Fiesole dialoga con una tradición diferente de la joven Prairie House... No encontramos la clásica articulación fluida de los espacios en torno al cuerpo central de la chimenea. En la casa-estudio de Fiesole, los espacios se organizan en secuencias aunque quede en el centro, en la planta baja, un vestíbulo mucho más abierto en la comunicación entre los patios de la casa que en la comunicación de las habitaciones cubiertas”. Habiendo tenido la oportunidad, hace muchos años, en los últimos años de su vida, de encontrarme dos veces con Giovanni Michelucci en su casa-estudio de Fiesole, la descripción de la casa Wrightiana me parece que tiene en cuenta las raíces del lugar y me pregunto si al diseñarla el arquitecto americano no tuvo en cuenta la tipología de la casa toscana que marca la historia secular del lugar. Por supuesto, sin forzar el pensamiento de Wright, cuyo primer objetivo era traducir la intuición del espacio en una nueva arquitectura. Pero, hasta cierto punto, la definición que Wright dio de su casa de Fiesole y Taliesin como un “nido de águilas en la cima de la montaña”, creo que también podría aplicarse a la casa que habitó Michelucci a partir de 1958: había sido construida en los años treinta sobre un terreno escarpado y escarpado, desde el que se disfruta a través de una logia de una de las vistas más impactantes de Florencia desde lo alto. Por otra parte, el propio Wright vivía en lo que se conocía como Villa Belvedere, desde cuya logia también era posible contemplar el panorama florentino. En aquella época, la zona de Fiesole y las numerosas casas diseminadas a su alrededor estaban pobladas en su mayoría por extranjeros. Y para Wright, escribe Nardi, “Fiesole era un refugio ideal como lo sería más tarde Taliesin”. Por mucho que quisiera ocultar la influencia que su estancia en la Toscana tuvo en su diseño, queda un rastro, según Nardi, en los dibujos para la casa de su hermana, realizados en 1911, donde entre los cipreses, patios vallados y terrazas anticipan el edificio principal, ideas que Wright ya había podido introyectar al ver la Villa Médicis de vuelta. ¿Le interesaban, en definitiva, las villas florentinas? También se percibía vagamente en el proyecto no realizado de su casa-estudio en Fiesole. En Fiesole, concluye Nardi, tomó forma el prototipo de Taliesin. Y perdonen que lo diga.
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