Me parece verdad, una verdad indecible, formar en labios de Artemisia estas palabras. Al menos una vez debió decirlas, con esa albagia española que aprendió, pasados los treinta, en Nápoles. Levantó la dura barbilla de una rubita testaruda y pronunció con prisa toscana aquellas sílabas fluidas: Holofernes. Sílabas que sólo hoy, decantadas de acontecimientos lejanos, liberan lo esencial de una sonrisa bizarra, a la vez tímida e insolente, el fondo mismo de un carácter y una costumbre. “¿Le anima, signora Artemisia, pintar este gran lienzo para la Serenissima? Un tema heroico, por su parte”. Era, tal vez, una propuesta irónica, de un hombre burlón a una mujer altiva. Y ya en la mente de Artemisia todo estaba listo. Holofernes, Judith y Holofernes. La cabeza envuelta en un paño. No, la cabeza desnuda y ensangrentada. ¿Y por qué no el cuerpo, el gran cuerpo del tirano? Mira, estos toscanos, si puedo dibujar.
No puede ser que Artemisia no les dijera a sus amigos: Tengo un compromiso de importancia para la Serenísima. Pero todos lo sabían y tomaron todos los pretextos, imperiosos, insinuantes, pasmados, para husmear. Encontraron a la pintora encerrada en su gran obrador, con el cabello suelto colgando, el rostro dibujado por la fatiga: de pie o sentada en una alta percha frente al gran lienzo. Estaban de pie o sentados en un alto caballete frente al gran lienzo. Permanecían interdictos e indefensos ante gestos que desconocían y que ella abandonaba a su avidez, olvidándose de componerse, de aparecer como quería que la vieran: a veces miserable, casi aplastada por el trabajo; a veces majestuosa, atrevida. [...]
A estas alturas, sus amigos, mientras continuaban aquella especie de asedio, se entretenían entre sí con una despreocupación que la tranquilizaba, en su percha, y casi la declaraba ausente. Pero a partir de los guantes, de los perfumes, no había día en que, sobre el recurrente motivo de los compromisos domésticos, no se hablara de los hombres de la casa, de los hombres de fuera: y enseguida se calentaban los rumores. Comenzaba, tal vez, por arriba. El actual Gran Duque, el buen Gran Duque, los príncipes extranjeros y los locales: cada uno visto por ojos agudos y vigilantes, no al aire libre, con armadura y caballo, sino sentado entre cuatro paredes, en el acto de beber, de comer; sobre todo de entrar en cólera: y los ejemplos los traerían de vuelta a casa. Uno grita, el otro jura, qué ojos hace Thomas, la arenilla de Vieri. Dominaban las voces reprimidas y excitadas de los dos Torrigiani que acababan diciendo más de lo que querían y, lanzada la flecha, se disponían a cubrirse con el escudo del amor conyugal. Pero mientras tanto, cada una había nombrado al marido de la otra, ofensa o servicio que se prestaban mutuamente. Violante, la más libre e inigualable en su representación de la brutalidad masculina combinada con la berborrea, y de la facilidad con que se aplaca a los suspicaces e iracundos: con malicia, con caricias, con miedo. Y cuando todos se hubieron reído, la última de todos, la pobre Caterina: “Hasta el Orsini que mató a su mujer tenía miedo”, citó Violante, un poco estridente. A la burla siguieron relatos de torturas secretas y legendarias con fantasmas de esposas enclaustradas, envenenadas, hechas desaparecer sin dejar rastro, fantasmas que parecían mezclarse con el grupo de mujeres vivas e insinuar un impulso de venganza que excitaba las fosas nasales junto con el olor a trementina. De un momento a otro, miradas rápidas y agudas rozaron al modelo y brillaron junto a él. Entonces las mujeres le volvieron la espalda, se acordaron de pronto con afecto del pintor y del cuadro, y acudieron en tropel a tomar nota de sus progresos, a admirar a su manera: “Como la seda la sábana: ¿era Holofernes un príncipe?”. “La sangre de la garganta es más negra”. “¿Así que sostienes la daga?” “No sabría cómo golpear”. “Yo sí.” “Yo, me gustaría intentarlo.” “Toda esa sangre...” Siempre volvían a la sangre que pintaba Artemisia, una carnicería tejida, riachuelo a riachuelo, como un bordado, sobre el lino blanco. La luz caía, el crepúsculo descendía sobre el Arno, un crepúsculo verde, y Artemisia extendía los brazos como si estuviera sola. Restringida a las cuestiones de su pintura, incomunicable para las mujeres, compartía sin embargo con ellas una despreocupación de porte que la familiaridad no justificaba y que era fruto de discursos recogidos a sacudidas, distraídamente, pero no sin un oscuro sentimiento de complicidad. Las insensatas damas no se daban cuenta de quién era la truculencia que Judith había empezado a descubrir en el lienzo: temprano y a solas, Artemisia había buscado en el espejo los rasgos de la heroína y le había respondido con una mueca que ahora inspiraba antiguos motivos. Ni más nobles, ni más puros que los que la viuda Violante cultivaba y alimentaba a su alrededor, y sólo ella conocía el motivo. Agustín, el puñal, la miserable escena del lecho de columnas habían encontrado un modo de expresarse, no en palabras ni en lamentos interiores, sino por medios que la mente tendría que defender y mantener inviolados.
[...] Mientras tanto, un inmenso orgullo se hincha en su pecho, un horrible orgullo de mujer reivindicada en el que, a pesar de su vergüenza, la satisfacción de la artista que ha superado todos los problemas del arte y habla el lenguaje de su padre, de los puros, de los elegidos. Pero su padre no vuelve de Pisa, lejos está su hermano amigo y con esos señores de Via Larga, los gárrulos pintores de Florencia, el lenguaje puro del entendimiento se convertiría en un galante y complaciente sirviente. Sólo consigo misma, en el lienzo, puede hablarlo y le responde, junto al artista, la joven Artemisia ávida de justificación, de venganza, de mando. Mandar al menos a estas mujeres, transmitirles el propio resentimiento es una gran tentación y el éxito fácil es también un triunfo. Un triunfo solitario: con tantos amigos, introducida en la Corte, Artemisia pasa las largas tardes de junio sola, en el balcón que casi toca el río, encantada por el agua verde, los puentes por los que la gente pasea y charla, las muchas campanas. Bosteza, respira, suspira. Hace un año no se atrevía a abrir la ventana de San Spirito, hoy, detrás de Judith y Holofernes, toma forma la figura de una mujer excepcional, ni novia ni doncella, sin miedo: en la que le gusta reconocerse, acariciarse, espolearse.
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Anna Banti, Artemisia, Rizzoli, Milán, 1989 [primera edición Sansoni, Florencia, 1947], pp. 58-60
Para más información sobre la obra de Artemisia Gentileschi
Superculto. Anna Banti sobre Artemisia Gentileschi |
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